Muchos son los análisis que pueden llevarse a cabo para tratar de “explicar” un hecho a todas luces aberrante. Seis jóvenes, cuyas edades van de los 20 a los 24 años, abordan a una joven de 20 años, la suben a un automóvil y se turnan para violarla. Mientras cuatro de ellos lo hacen, dos permanecen frente al automóvil, tocando la guitarra, intentando distraer a posibles transeúntes que pudieran advertir lo que estaba ocurriendo. Cuando son descubiertos, reaccionan violentamente contra los testigos del hecho e intentan huir arrastrando a la víctima por la calle. Todo esto, en pleno mediodía de un feriado de carnaval, en un transitado barrio de la Ciudad de Buenos Aires.
Lo que vino después es conocido: horas de programas televisivos hablando de “bestias, animales, lacras, que se pudran en la cárcel” y alentando a los detenidos en los penales a “darles la bienvenida” a los agresores sexuales. Cuando escucho estas expresiones me pregunto, si violar es un delito aberrante, alentar a que los violadores sean violados, o a que presos comunes se conviertan en violadores, ¿es instigación a la violencia, como mínimo?
Pero no es a los medios de comunicación a los que quiero referirme, sino al accionar de estos seis jóvenes, que en un instante lesionan gravemente la vida de una muchacha, y en ese mismo acto destrozan su propia vida (los años de condena que establece el Código Penal argentino para estos delitos, con los agravantes que seguramente se sumarán, permiten prever que será muy extenso el tiempo que pasarán en prisión).
Me pregunto, y me cuesta encontrar los recursos teóricos, para decir algo sobre el acto cometido por estos seis jóvenes. Conceptos tales como “patriarcado” aportan una lectura posible: el sujeto masculino ejerciendo un poder irrestricto sobre el cuerpo de una mujer, la cual es desubjetivada, objetalizada, reducida a un mero instrumento para la satisfacción del hombre.
En su definición, patriarcado alude justamente a “un término originalmente derivado de la palabra Patriarca, es utilizado en los años 70 por los estudios feministas y de género para hacer referencia a una estructura de organización y dominación sexo-género en el que prevalece la autoridad y el poder de los hombres y lo masculino; mientras las mujeres son despojadas del ejercicio de libertades, derechos, poder económico, social o político”.
Gerda Lerner (1986) definió al patriarcado como “la manifestación e institucionalización del dominio masculino sobre las mujeres y niños/as de la familia y la ampliación de este dominio sobre las mujeres en las sociedad en general”.
Entiendo este concepto como necesario, como marco si se quiere cultural e histórico, pero a la vez resulta insuficiente a mi juicio reducir el acto cometido por seis jóvenes, en forma simultánea, en el que ninguno de ellos, (aun con algunos al menos registrando que lo que estaban haciendo estaba mal --la actitud de intentar distraer para no ser descubiertos así lo evidencia--) impidiera o pusiera freno al ataque brutal, despiadado, degradante, al que sometieron a la jovencita.
Desde Freud en adelante sabemos que el ingreso en la cultura del cachorro humano implica una renuncia a la satisfacción pulsional. El no- todo es posible instala los límites dentro de los cuales un sujeto podrá o no procurarse modos sustitutivos de satisfacción de sus deseos, que no son otra cosa que el efecto de la renuncia al goce ilimitado. El deseo, como esa pequeña porción de placer sujeto a la ley, da cuenta de la operación castración, que alcanza tanto a la madre (“no reintegrarás tu producto”) como al niño (“no copularás con tu madre”).
Ahora bien, ¿podemos afirmar sin más que en los seis autores de la violación de la joven esta operatoria no estuvo presente? ¿Podemos decir sin mayor análisis que se trata de sujetos cuyo psiquismo se ha estructurado de manera psicótica, sin intervención del significante paterno? ¿Podemos, aún más, decir que se trata de perversos, que atravesados por la ley reniegan de ella?
Creo que no, que tampoco alcanza con arriesgar diagnósticos estructurales. La imagen de los seis, una vez detenidos, evidenciaba posiciones subjetivas bien diferenciadas: mientras algunos miraban a las cámaras de manera desafiante, otros agachaban la cabeza y reflejaban el temor y hasta la vergüenza que los asaltaba. Pero todos, sin embargo, en el momento del ataque sexual, actuaron en sintonía, articulada y premeditadamente.
¿Fenómeno de masa? ¿Cohesión grupal y exacerbación de la pérdida del control de impulsos por el carácter colectivo del ataque? Hemos visto algo de esto en los “linchamientos” llevados a cabo por “ciudadanos comunes” que en un instante, y en un acto masivo, actúan de manera criminal, lo que probablemente no hubieran hecho si hubieran intervenido individualmente.
¿Consumo de alcohol y drogas? Desmitifiquemos un poco: el consumo de marihuana (tal parece haber sido la sustancia hallada en el vehículo) de ninguna manera provoca la pérdida del control de los impulsos y lleva a cometer actos criminales. Y el alcohol, si bien opera disminuyendo el control de los impulsos, no necesariamente desata conductas como las perpetradas por estos seis sujetos.
Para ello, debieran estar en un estado de intoxicación tal que no les hubiera permitido implementar las estrategias de distracción que pusieron en marcha para poder cometer la agresión sexual sin ser descubiertos durante horas.
Todo este recorrido me lleva a concluir que resulta necesario, imprescindible, continuar explorando los resortes que hacen que a diario, uno o más sujetos, la mayoría de ellos sin antecedentes de conductas criminales, cometan ataques sexuales en forma individual o grupal, contra niñas, niños, adolescentes, jóvenes, adultos y hasta personas mayores. Continuar intentando desentrañar los cimientos del irrefrenable impulso de apoderarse del cuerpo del otro, de someterlo, de ultrajarlo hasta arrancarle hasta el último vestigio de subjetividad, para convertirlo en un objeto de una pretendida satisfacción sin límites.
Desde el lunes, una jovencita más llevará consigo para siempre la marca del horroroso ataque padecido. Su vida ya no será la misma. Llevará el impacto de lo traumático grabado en su piel, en su memoria, en los sonidos, en los olores, en los colores.
Pero tampoco la vida de los seis agresores será la misma. El desenfreno les ha de costar muchos años de su vida, y de la de sus familias. La cárcel, lo sabemos, no le hace bien a nadie. La pérdida de la libertad, como única sanción dispuesta por el Código Penal para estos delitos, no es en la práctica la única sanción que recibirán. Las condiciones de las detenciones son tan humillantes, que el cumplimiento de la condena difícilmente vaya acompañado de la asunción subjetiva de la responsabilidad. La penalidad prevista en la ley es la que debe ser aplicada, pero el objetivo de la pena (la reinserción social) probablemente se vea frustrado en su cumplimiento.
Una vez más, debe ponerse el foco en la intervención temprana, en la prevención, en la posibilidad de anticipación de los hechos, en la educación sexual infantil, y en todas las estrategias posibles que tiendan a crear las condiciones para que cada sujeto pueda ejercer su sexualidad con otro sujeto con idéntica libertad para elegir, para decidir, cómo, con quién, cuándo, dónde y por qué producir un encuentro de deseos cuya satisfacción no produzca daños al otro, ni a sí mismos.
Andrea Homene es psiconalista.