Geeta era la hija de B.K.S. Iyengar, el creador del método de yoga que lleva su nombre, el “padre del yoga moderno”, el maestro de Aldous Huxley. Geeta nació en Pune, India, y a los tres años imitaba con natural inclinación las posturas (asanas) de su papá. Mientras la gesta del mundo Iyengar asegura que aquel precoz calco corpóreo la curó de una nefritis infantil (inflamación de los riñones): “era demasiado joven para entender que había una relación entre las prácticas yóguicas y la salud, pero podía sentir que el yoga, un elixir de vida para mí, me mejoraba”, las reminiscencias de la heredera refuerzan el emblema y moldean en tono idílico memorias de cuerpo y paternidad.
A los trece años Geeta les enseñaba posturas a sus hermanas y amigas y a los dieciséis, convertida en profesora, iba tras los alientos de la interpenetración entre el cuerpo y la mente. La biografía devota que muestra a Geeta Iyengar maternal (su mamá murió cuando ella era joven y como hija mayor se hizo cargo del rol y de la casa), célibe por elección y viviendo “no a la sombra de su padre sino a su luz”, y la mantiene lejos de cualquier lectura crítica que denuncia la práctica patriarcal enraizada en la figura arquetípica de los “maestros-gurú” que maltratan y abusan -un historial que desmantela un discurso tradicional y merece un análisis aparte-, también la declara revolucionaria y hacedora de un yoga pensado para el bienestar y la salud de las mujeres, abandonando esa premisa histórica que repetía que el yoga era una práctica de evolución espiritual solo para los hombres, y lo hizo a través de diferentes asanas (“no son posturas estáticas, sino un diálogo profundo con tu cuerpo, diálogo que cambia todos los días”) concebidas para ser practicadas durante el ciclo menstrual, el embarazo, el parto, el posparto y la menopausia.
Es a partir de esa irrupción revolucionaria indispensable, de esa transformación, desde donde se generan los cambios que se profundizan hoy en una práctica de yoga que destierra las hegemonías de los cuerpos yogui, como dice Jessamyn Stanley: “celebrar nuestras diferencias y todo lo que nos hace únicas, recuperar la palabra gorda ha sido clave en mi viaje de liberación corporal, me enorgullece ser una yogui gorda (…) Mucha gente que practica yoga está completamente distraída de los auténticos beneficios de la práctica porque le da demasiada importancia a labelleza física.”
El oro elástico que recorre el cuerpo en movimiento es el que disuelve miradas antipodales y saca del camino a los estereotipos que confunden cuerpo con apariencia. Una ola corporal que celebra el error cometido como un regalo, da por sentado que están vacantes ciertas certezas y promueve un yoga que sale a la calle y se mete en las escuelas, en diferentes proyectos sociales y en los lugares en los que no suele entrar.