Es muy raro cómo funciona el indignómetro. Raro, como todo instrumento cuyo combustible es la subjetividad. Este aparato ficticio pero que sabemos bien que existe y funciona, sirve para medir el grado de indignación social. De allí lo de indignómetro. Porque mide la indignación.

¿Qué significa que “mide la indignación”? Imaginemos el siguiente diálogo:

PERSONA 1: Che, ¿viste lo de Rusia y Ucrania?

PERSONA 2: Sí, qué barbaridad.

Ese suele ser el comienzo de la expresión que nos permite medir el indignómetro. Obviamente, hay antes un contacto de esa persona con algún medio de difusión, comunicación, propaganda, amplificador de contenidos, o como quieran llamarlo. Luego, la persona procesa ese consumo y arma su propia narrativa.

La información (o como quieran llamarla) en la inmensa mayoría de los casos se produce a través de los dispositivos móviles que, gracias a lo que hoy es apenas una de sus funciones, todavía se siguen llamando teléfonos. O teléfonos móviles, o teléfonos celulares.

Esta narrativa de cada persona suele ser pequeña y puede ser sintetizada en una sola frase. En una consigna. En una persona. En un país. En un hashtag. En una bandera. Pero, sobre todo, en un enemigo. La identidad muchas veces está dada más por ser anti algo que por ser algo.

Es paradójico que eso que significa ser anti algo encarne, en la mayoría de los casos, al sentido común. El sentido común hoy es Ucrania. Ucrania es hoy, en la Argentina, un país anti K, un país opositor. Así de absurdo, así de ridículo, así de inverosímil. Como el indignómetro.

Ucrania se transformó de repente en un estado-Nisman. Lo que antes era un fiscal, ahora es un país. Gente que hasta hace pocos días no tenía idea de lo que era Ucrania, de repente hoy tiene el corazón celeste y amarillo.

También se producen cambios de nombre: la crema rusa pasó a ser crema ucrania en una heladería. ¿Qué sigue? ¿La ensalada ucraniana? ¿La montaña ucraniana?

Durante la Guerra de Malvinas también hubo cambios de nombres. El más conocido es el de un postre muy popular por entonces, la Sopa Inglesa. A partir del 2 de abril de 1982, la mayoría de las pizzerías de Buenos Aires pasaron a ofrecer “sopa Malvinas”.

De todos modos, lo de “crema ucraniana” como medida publicitaria está muy bien. Sirve para generar clicks, “me gusta”, prensa. De hecho, estoy escribiendo sobre eso. Y tampoco es justo comparar esta viveza criolla con la estupidez supina de colocar los colores celeste y amarillo en una banca en el Congreso de la Nación.

Lo cierto que todo esto suma a la hora de generar sentido común. Digo esto y sé que más de uno pensará que le estoy haciendo el juego a quienes en Rusia persiguen a las Pussy Riot y a la comunidad LGTBIQ+. A un tirano que se eterniza en el poder. No como sucede en Occidente, con la alternancia democrática que propone una mandataria como la reina de Inglaterra, por ejemplo.

No, en serio: no estoy celebrando a Putin ni a sus barbaridades. Sólo quería hablar sobre algunas mediciones que arrojó el indignómetro en los últimos días.

Hablaba de indignación y de sentido común. Y si hay un ámbito masivo en el que se consolidan y se reproducen el sentido común, la indignación y las representaciones nacionales, ese sin dudas es el fútbol.

Que la FIFA haya eliminado a Rusia del Mundial de Qatar por decreto es una medida que explica perfectamente cómo es que funciona el indignómetro. Sin embargo, el indignómetro nos sirve también para darnos cuenta de que la FIFA no siempre actuó de un modo similar ante un episodio similar. Por eso, lo mejor es recordar qué fue “El partido fantasma”.

En 1974 se jugó el Mundial de Fútbol en Alemania Federal. En 1973, las selecciones de Chile y la Unión Soviética debían enfrentarse en un partido ida y vuelta, en un repechaje, para decidir qué país iba al Mundial. El partido de ida fue programado en Moscú para el 26 de septiembre. Pero en el medio pasaron cosas. Más precisamente, un golpe de Estado.

El 11 de septiembre de 1973, dos semanas antes de la fecha del partido, Augusto Pinochet, al mando de las fuerzas armadas, derrocó al presidente constitucional Salvador Allende.

Una de las primeras medidas del dictador fue decretar la prohibición para todos los chilenos de salir del país. Y los futbolistas, para jugar ese partido, no sólo tenían que salir del país: debían ir a jugar a tierra enemiga. Porque la Unión Soviética había condenado el golpe militar y no reconocía al nuevo gobierno, con el que había roto relaciones diplomáticas.

Sin embargo, a Pinochet le convenía dar una imagen de normalidad. Y más estando en el medio algo tan popular como el fútbol. De modo que dejó salir al equipo nacional, con la condición de que nadie hiciera declaraciones políticas.

Para el partido, las autoridades soviéticas prohibieron la entrada de periodistas y cámaras al estadio. Fue un encuentro muy tenso, que estuvo a punto de no jugarse por rumores de detenciones de jugadores chilenos a cambio de la libertad de presos políticos.

El partido fue muy trabado. Chile utilizó un esquema bastante conservador, y logró sacar un empate: 0 a 0. Para los soviéticos fue una decepción, porque esperaban un triunfo fácil en Moscú.

Para la vuelta, los soviéticos anunciaron que no viajarían a Santiago porque sus jugadores no tenían allí garantías. Y además, exigían a la FIFA una sanción a Chile por el Golpe de Estado. O sea, exigían que la FIFA tomara contra Chile una medida similiar a la que tomó ahora contra Rusia.

Los soviéticos pidieron que el partido se jugara en otro lugar. La Federación Chilena se negó. Y la FIFA también. Los soviéticos dijeron entonces que no viajarían a un país que no le daba garantías, y mucho menos a jugar en un estadio donde había denuncias de torturas a unas 7000 personas.

La FIFA declaró el partido como victoria chilena por 2 a 0. Sin embargo, como los chilenos exigieron una indemnización de 300 mil dólares, la FIFA dispuso que el partido se jugara igual.

El "partido" tuvo una asistencia de 17.418 personas, y duró, literalmente, 30 segundos: eso fue el tiempo que transcurrió entre que la selección chilena sacó del medio hasta que su capitán, Francisco “Chamaco” Valdés, marcó un gol, con el arco vacío y sin nadie del otro lado. No fueron 11 contra 11: fueron 11 contra 0. Así de ridículo. Pueden verlo, está en YouTube.

Fue así que a dos meses y medio del golpe de Estado, Chile clasificó para jugar el mundial 1974. Ahora bien: ¿fue justa esta clasificación? ¿No debería haber recibido Chile una sanción?

La FIFA en aquella oportunidad mandó inspecciones al Estadio Nacional y la conclusión fue que no había nada raro. Más tarde se supo que el Gobierno de Pinochet había trasladado a los detenidos al desierto de Atacama. ¿Es realmente posible que en la FIFA no se hayan dado cuenta?

Por otra parte, ¿qué pasaría si todos los países que cometen delitos de lesa humanidad fueran sancionados por la FIFA? ¿Quiénes jugarían los mundiales de fútbol?

 

Preguntas concretas mientras el indignómetro sigue midiendo reacciones a las injusticias, y aún resuena el recuerdo del Partido Fantasma. Porque todas las guerras son malas y condenables. Pero el indignómetro indica que no todas las condenas son iguales.