Entre los mantras que se repiten cada día están los que apuntan a que el presente es peor que el pasado: más cruel, más incierto, más injusto. Recuerden la canción: “el futuro llegó hace rato / todo un palo ya lo ves”. Lo curioso es que la gente que dice eso después cuenta que miró la última serie de Netflix mientras se tomaba un champancito, que viajó a Brasil y que se comió un asado con amigos. Actividades documentadas con un buen teléfono donde ser percibe felicidad y confort.
Es verdad que si el presente se analiza en medio de una guerra que amenaza con ser mundial, hay motivos para descreer del rumbo del mundo. Pero basta mirar un poco hacia atrás para encontrarse con guerras mundiales y sus millones y millones de muertos. Y de ahí hasta hoy hubo genocidios, dictaduras tremendas, más guerras y un largo etcétera.
Así que eso de que el pasado era mejor, te la debo.
¿Por qué esa percepción? ¿Qué es lo que cambió? Que hoy nos hacen desear demasiadas cosas. Y nosotros, obedientes, lo deseamos todo. La mayoría son deseos imposibles de cumplir; ser famoso, ser multimillonario. Mientras esperamos, hacemos realidades deseos más modestos: el autito, el viaje a Disney. Muchos de los que andamos por acá (estimo) nos dimos el gustito de la foto en la torre Eiffel, mientras que nuestros abuelos (el pasado) no lograron subirse al barco de regreso a su tierra y murieron con la pena que se les leía en la cara.
El asunto se complica cuando nos dicen “José se fundió, se puso a vender medialunas por Internet y hoy es millonario”, y pensamos que siguiendo esos ejemplos de emprendurismo podemos crear una app, ser influencer, y volvernos millonarios de la noche a la mañana. Y lo creemos porque es verdad. Esos braguetazos existen. Una persona compra monedas virtuales y de un día para el otro, pum, es millonario. Le toca a uno entre tantos. Casi siempre le toca a otro. Y eso no hace más que acrecentar la frustración de no ser nosotros los elegidos. Es que parecía tan fácil, cómo no se me ocurrió a mí.
En el pasado que denostamos, el triunfo era sobrevivir, sobre todo en las épocas cuando te morías por pincharte el dedo con un clavo oxidado. Se deseaba de forma razonable, y se era feliz si eso (o una parte de eso) se lograba. La vida era simple. Casi elemental. Incluso, me animo a decir que desear demasiado estaba mal visto, así como estaba mal envidiar al que tenía.
Hoy, por mucho que tengamos, nos sentimos frustrados por no haber sido más vivos, más pícaros, más parecidos a los millonarios que a los perdedores. Entonces sale el diagnóstico fácil y quejoso: el mundo es una porquería. Como si fuera poco, alguien acuñó la idea del fracasado, del loser. “Fracasamos” si no somos como esos modelos que nos refriegan en la cara, si no tenemos autos, dólares o fama, aunque sea una fama al divino botón, vacía y ridícula.
Pero la verdad es que el mundo de hoy es mucho mejor que el de hace setenta años. La gente vive más. Vive mejor. No te morís de tonterías. Y la comodidad que hemos logrado es, por momentos, absurda. Estudiantes que viven en departamentos con aire acondicionado, que tienen su guitarra importada apenas comienzan a estudiar o una moto a los dieciocho. A veces tengo la sensación de que protestamos de llenos, nomás.
Y a pesar de todo, no es suficiente. El mundo es una porquería. No pasa un día sin que uno deba escuchar este mantra. ¿Por qué? ¿Hay pobres y guerras? Siempre hubo. Es verdad que la vida se ha vuelto más áspera, como si al pasar de un mundo con tres mil millones a ocho mil millones, nos estemos rozando demasiado y al fin terminemos a las piñas. Pero la modernidad tiene muchas opciones para sobrellevar la pena: libros, cuadros y películas a mano, máquinas para lo doméstico, otras que curan sin dolor, remedios para casi todo y viajes. ¿Entonces?
Hay algo más, que parece irrelevante pero podría ser crucial: hoy sufrimos (o nos hacen sufrir, o nos hacemos los que sufrimos) por las cosas que suceden en todo el mundo. Toda injusticia, individual y colectiva, sobre todo si incluye a chicos y animales (negros, árabes y haitianos o semejantes causan menos pena), nos producen dolor, un dolor duplicado porque no podemos ayudar desde tan lejos. Entonces: el mundo es una porquería.
Ahora, ¿esa gente que se queja, pide regresar al pasado? Claro que no. En ese mundo ni sobrevivirían. Si se nos rompe el teléfono y nos largamos a llorar. ¿Se imaginan un mundo sin Internet, sin recreaciones infinitas, sin viajes en cuotas, sin este confort que gozamos a cada instante? ¿Sin ansiolíticos y otras bondades de la vida moderna?
Y ni hablar de los derechos conquistados. Hace apenas sesenta años en EEUU los negros y los blancos no podían compartir transportes, escuelas, bares. Hace apenas treinta años existía el apartheid en Sudáfrica.
¿Entonces? ¿Por qué este mundo es una porquería y se añora ese pasado horrible y cruel? ¿Cambiar un mundo donde te reemplazan el hígado por uno de cerdo y volver a uno donde te morías por una gripe? No, gracias. A mí dejame acá.
El problema sigue siendo poder pagarlo, claro. Pero al sistema le conviene que todos, incluidos los que no tiene donde caerse muertos, compren celulares y consuman. Y para los que se pueden pagar más, hay un mundo mejor, casi exclusivo. Si Zara se puso a fabricar ropita para animalitos, imaginate. No como en el pasado donde los perros iban por la vida en bolas. Hasta estas ridículas opciones existen para ser más felices.
Otro mantra es que el mundo avanza hacia una catástrofe, hacia la extinción. En eso les otorgo algo de razón a los pesimistas. No creo que la humanidad se extinga, pero nos encaminamos hacia una verdadera distopía de control de todas nuestras subjetividades y de estupidización sistemática. El control ejercido sobre nuestros deseos es apabullante y no deja de aumentar. Todas las distopías cinematográficas o literarias se han hecho realidad o están camino a hacerse. Pero la gente no se queja tanto por esto, porque esto es el ejercicio de la modernidad que justamente es parte de ese confort que mencionaba. Parece un oxímoron pero es la pura realidad. El futuro llegó, todo un palo, pero qué divertido.
Ahí aparece una última cosa. El pasado era razonablemente fácil de comprender. Las reglas del poder eran más o menos visibles. Estaba el imperio y las colonias, los ricos y el resto, etc. Y existía la posibilidad de hacerse a un lado, de hacerse el neutral, de bajar la cabeza, trabajar y sobrevivir. Hoy desconocemos las reglas del juego, son demasiado complejas. ¿Y saben qué? No podés hacerte a un lado. Siempre estarás jugando el juego según el papel que te otorgan, que en general es el de consumidor, esperando, claro, el braguetazo que te haga millonario.