En 1947 Carlos Astrada dicta una fundamental conferencia frente a un grupo de oficiales de la Marina, que lleva por título “Sociología de la guerra y filosofía de la paz”. Astrada fue un personaje central de la filosofía argentina, y su obra, en apretada sinopsis, atravesó tres etapas. Una primera marcada por un vitalismo de izquierda crítico del positivismo e influenciado por la figura de Nietzsche, una segunda afín a la metafísica existencial de la mano de Martin Heidegger y una tercera volcada a una suerte de marxismo telúrico seducido por el liderazgo de Mao Tse Tung.
Sin embargo, su huella más influyente quedó grabada por su libro “El Mito Gaucho” (de 1948) y su desempeño protagónico en el Congreso de Filosofía de Mendoza en 1949; a instancias del recientemente electo Presidente Perón. Tan intenso fue su vínculo con ese movimiento que llegó a postularse que su colaboración conceptual había sido decisiva para la escritura de “La Comunidad Organizada”, aunque investigaciones posteriores parecen desalentar esa hipótesis.
La disertación antes mencionada participa por tanto de este clima de ideas, y traza con sumo detalle y erudición una reflexión filosófica sobre la guerra. El tema elegido es comprensible, pues el mundo había padecido dos devastadores conflictos bélicos y se sospechaba en aquel entonces la inminencia de un tercer episodio ahora de impronta nuclear. Su auditorio eran hombres de armas y por lo demás el Conductor del partido gobernante era un militar firmemente atraído por la obra de Carl Von Clausewitz.
La guerra, analiza certeramente el texto, no es un mero producto de mentes enfermizas ni una anomalía transitoria de la historia, sino un componente insoslayable de las civilizaciones que solo cabe indagar desde un abordaje ontológico de la condición humana. El propio Perón en su “Significado de la defensa desde el punto de vista militar” había definido la guerra como “un fenómeno social inevitable” y en más de una ocasión remite a aquella conocida sentencia de un general romano (“si vis pace para bellum”; “si quieres la paz prepárate para la guerra”).
La incógnita que queda flotando y que Astrada procura desentrañar aquí es como arbitrar una convivencia universal tendencialmente armoniosa sin caer en un moralismo abstracto o un voluntarismo ingenuo. El autor ensaya una fórmula muy sugestiva que denomina “pacifismo ideológico y militarismo instrumental”, que traducido quiere significar que es respetable que las naciones se armen para resguardo de su soberanía siempre y cuando la humanidad explore caminos sustantivos para restablecer una fraternidad permanente entre pueblos.
Esa paz, no obstante, no puede depender de estadistas bondadosos o rectas conciencias, sino de reformas sociales profundas abastecidas de inéditas filosofías. Y allí (esto es lo que nos interesa) entra el peronismo y su tercera posición como salvación factible para un mundo extraviado. Astrada llega al punto de llamar “verdad argentina” o “buena nueva” a ese movimiento que a través de una “democracia de bienes” puede habilitar una paz perpetua.
Mirado en perspectiva, es evidente que este reparador autonomismo filosófico americano inspira al peronismo todo como experiencia, y organiza la estructura teórica de “La Comunidad Organizada”. Aspiración ambiciosa por cierto, que luego Perón irá atenuando, al considerar a su movimiento expresión local de una tendencia liberacionista que a partir de los años 50 anuncia lo que llamará “La Hora de los Pueblos”.
Ahora bien, corresponde revisar esa supuesta insularidad del peronismo, pues aunque tal vez con menos pretensiones doctrinarias en ese mismo tiempo van surgiendo distintos partidos en América Latina que comparten al menos algunas analogías programáticas. Antiimperialismo, movilización de masas, keynesianismo económico y protagonismo estatal caracterizan a agrupamientos como el varguismo en Brasil, el ibarrismo en Ecuador, el aprismo en Perú, el cardenismo en México o el MNR en Bolivia. El peronismo se presenta a sí mismo como una rareza virtuosa pero surge simultáneamente como fenómeno de época.
Esa ambivalencia invita a ser explorada. ¿A qué vamos? Al día de la fecha todas aquellas experiencias nacionales similares al peronismo han perdido toda relevancia o sencillamente han desaparecido. El justicialismo se mantiene erguido, sin haber disminuido su predicamento. Gobierna el país, conserva notables energías militantes, y una densa trama organizativa. Dicho de otra manera, la “época” que lo alumbró (a él y a toda su larga serie de compañeros de ruta) se ha difuminado y sin embargo su vigencia se mantiene impertérrita.
Hurguemos en algunas posibles explicaciones sobre este peculiar fenómeno. La primera ya fue de alguna forma señalada. Perón desarrolla una filosofía política y una autoconciencia doctrinaria que diferencia a su movimiento de otros (con la excepción de Víctor Raúl Haya de la Torre y el APRA), lo que sin sucumbir a la tentación idealista permite suponer que esa cantera durable de conceptos otorga un sentido misional que no puede pensarse como coyuntural o efímero. Hay allí un intento de capturar una cierta antropología de la patria, una invariancia cultural de nuestra comunidad que vista desde el presente no fue antojadiza ni arbitraria, pues ha funcionado como norte político de las mayorías populares.
La segunda es, por decirlo de algún modo, material, pues el peronismo implicó una revolución social que alteró notablemente la distribución de la riqueza en favor de los más humildes (allí toda estadística es concluyente al comparar) y además ligó esa transformación con una organización de clase estructurada en torno a una ideología política (el movimiento obrero organizado). Y para concluir, amalgamó dos ingredientes frecuentemente escindidos. Una fase insurreccional de base (el 17 de Octubre) con una estatalidad a la vez dislocatoria de un viejo orden y sólidamente edificatoria de otro nuevo.
En estas líneas procuraremos enfatizar sobre una tercera dimensión especialmente rica en efectos sociales. Nos referimos a la impactante cantera mítica que acompaña al peronismo, entendiendo por Mito una estructura emotiva de símbolos que nutriéndose de un virtuoso acontecimiento primordial alimenta existencialmente a una identidad en el presente y la orienta hacia el futuro.
Ese arraigamiento mítico no es además unívoco sino trinitario, lo que refuerza su potencia interpelativa. A saber: el Mito de Juan Perón, el Mito de Eva Perón y el Mito del 17 de octubre. En cada uno de ellos juega la suma de factores que se indicaba. Una facticidad rotunda que reconfigura la historia (tres Presidencias inigualadas, una vida fogosa entregada a los pobres y una movilización rotunda de los excluidos al corazón del poder), y una trama pasional que se aferra a ese pasado como programa.
Al principio de la restauración democrática, Beatriz Sarlo lanzó una expresión que conviene traer aquí. Fue a propósito del estreno de “Los hijos de Fierro”, película de Pino Solanas de 1974 que procuraba anudar el poema de Hernández con el retorno de Perón en clave de un nacionalismo de izquierda. Una operación fastuosamente gauchipolítica para vertebrar densamente un linaje insurgente de la patria mancillada. Sarlo, devota de un neoiluminismo progresista, condena: “los mitos impiden pensar”. Hay algo de compulsiva clausura simbólica en ellos, sostiene, de utilización expulsiva de todo acto que conlleva una pluralidad de significados.
Ese gesto reprobatorio es un desacierto, pero coloca en la mira un punto que no puede desdeñarse. El mito puede convencer pero no tal vez narrar, importa menos por su veracidad que por su operatividad cultural, y hay un hiato posible entre interpretación y realidad. Hay una emancipación del suceso originario aunque se remite siempre a él. Rige una ambiguedad de los Mitos, que son a la vez cerrados (pues procuran contener todo lo que explican) y abiertos (pues su exégesis resulta siempre polisémica).
El peronismo es una cantera inagotable de Mitos, al punto que años atrás un sector tomó el nombre de Héctor J. Cámpora. Cuando todos suponían que se buscaba allí una reivindicación del peronismo combativo de los 70 Andrés Larroque, interrogado por las razones de esa elección, contestó: “es por la lealtad”. A Cristina, en este caso, frente a los embates de otros peronistas que planeaban erosionar su jefatura. Elasticidad congénita de los Mitos.
Pues bien, en esa misma prosapia se ha ido erigiendo el Mito de Néstor Kirchner. Su trayectoria (entiéndase el cotejo) es similar a la de Eva. Siendo casi un desconocido irrumpió en la escena política y en apenas 7 años desató mutaciones sustanciales, y luego murió súbitamente tras arriesgar una salud que estaba al límite. Y dejó una pareja gobernante en zozobras, sintiendo para siempre su ausencia.
Es sintomático lo que sucede en el Frente de Todos, que como bien se sabe logró conformarse tras la reconciliación de líneas internas antes distanciadas. Pues bien, ese inestable anudamiento precisaba un ensamble simbólico, una vitamina mítica. Que se llama Néstor Kirchner, al que pueden alabar (sin imposturas) Cristina (obvio), Alberto, Sergio Massa, La Cámpora, el Movimiento Evita o la Corriente Nacional de la Militancia.
Esa plausible argamasa identitaria ha venido mostrando, no obstante, fisuras. Se escucha con cierta reiteración a militantes nostálgicos de un kirchnerismo que nunca ocurrió, y que se empecinan en comparar a un Presidente (tibio) con un Mito (aguerrido). Pues ni tan tan, ni muy muy. El kirchnerismo fue un proceso muy positivo para el país, pero respecto del peronismo de los 40 e incluso de las orientaciones del Pacto Social de Gelbard, sus transformaciones fueron más bien modestas. Y Néstor cuando tuvo que bajar el cuadro de Videla lo bajó, pero cuando tuvo que hacer concesiones con el grupo Clarín las hizo.
La ambivalencia de los mitos se ve nítida ahora a propósito del acuerdo alcanzado con el FMI. Compañeros y compañeras que se oponen a ese trato invocan a Néstor que “se sacó de encima al FMI”. Por supuesto, solo que pagándole en sintonía con Lula y luego de haber firmado con ese organismo un acuerdo por tres años. Lo aplaudimos, claro, pero sacando las conclusiones adecuadas. Los mitos vivifican, entusiasman; son una nutriente insoslayable de la condición humana. Pero a veces el tribunal certero de la historia aporta su atendible palabra.