Desde París

La OTAN le entregó a Vladimir Putin las llaves del reino que pretendía arrebatarle. Sacó pecho durante décadas expandiendo sus limites hacia el Este de Europa, embarcó a Ucrania enun proceso destructor y cuando llegó la hora de las responsabilidades que la misma Alianza Atlántica convocó, dio un paso atrás. Los aliados rechazaron ayer el pedido de Ucrania de instaurar una zona de exclusión aérea para proteger a los civiles y las instalaciones luego de que las fuerzas rusas atacaron la central nuclear de Zaporiyia, la más grande de Europa. Por temor a una confrontación más grave, la OTAN rehusó intervenir para prohibir los vuelos sobre el cielo de Ucrania e impedir así a los aviones rusos bombardear a civiles e infraestructuras. 

En su globalidad, se trata, sin embargo, de la ofensiva militar más poderosa en el espacio europeo desde la Segunda Guerra Mundial. Jens Stoltenberg, el secretario general de la Alianza, ya había explicado antes que “no deberíamos ver aviones de la OTAN operando en el espacio aéreo de Ucrania. De lo contrario, podríamos vernos ante una guerra total en Europa”. Las famosas “no-fly-zones ya fueron instauradas en el pasado: en Irak en 1991, cuando el difunto presidente iraquí Saddam Hussein invadió Kuwait (primera Guerra del Golfo): en Bosnia Herzegovina en 1993 durante la guerra en la ex Yugoslavia (depuración étnica); en 1999 en Kosovo y más recientemente en Libia, en 2011. En cada uno de estos casos la Alianza Atlántica intervino en el marco de una resolución de las ONU cuyas modalidades están fijadas por la Carta de las Naciones Unidas que autoriza el recurso a la fuerza en caso de que Estados o grupos cometan crímenes contra la humanidad. 

La OTAN intervino en otras ocasiones, pero no exactamente bajo la misma figura jurídica. Entre el 30 de agosto y el 20 de septiembre de 1995 la Alianza Atlántica desplegó la operación Deliberate Force (Allied Forces Southern Europe) en la ex Yugoslavia con el objetivo de atacar las posiciones serbias en Bosnia Herzegovina cuya actividad amenazaba las zonas de seguridad bajo control de la ONU en las cuales los serbios habían cometido varias matanzas. Luego lo hizo en Afganistán entre 2003 y 2013.

El bombardeo y posterior incendio de la central nuclear de Zaporiyia provocaron un enorme impacto en Europa. Las imagines de destrucción y la tragedia de los refugiados ucranianos que escapan de su país ya habían acercado el horror de la guerra a las principales capitales de Europa Occidental. El fuego en la central nuclear fue un paso suplementario porque materializó la proximidad de la catástrofe total. El jefe de Estado de Ucrania, Volodímir Zelenski, se expresó en esos términos cuando dijo que, al cabo del ataque a la central, “sobrevivimos a una noche que podría haber puesto punto final a la historia”. La Agencia Internacional de la Energía Atómica calmó luego las inquietudes sobre esta central nuclear que es, al mismo tiempo, un eje estratégico y un punto desde el cual se suministra una quinta parte de la electricidad que se distribuye en Ucrania. Con una capacidad de 6000 megawatts, Zaporiyia reparte electricidad en cuatro millones de domicilios y produce la mitad de la energía nuclear del país. La Agencia informó que la “seguridad de la central no se había visto afectada”.

La guerra en Ucrania ha comenzado a funcionar como un magma en expansión. Su cercanía es tanto más amenazante cuanto que, por el momento, las vías de negociación están atascadas. Al día siguiente de que lo hiciera el presidente francés Emmanuel Macron, el canciller Olaf Scholz y el presidente ruso mantuvieron una conversación telefónica tan improductiva como cerrada. Putin volvió a insistir en que “Rusia está abierta al diálogo con la parte ucraniana, así como con todos aquellos que quieren la paz en Ucrania. Pero a condición de que todas las exigencias rusas se vean satisfechas” , según un comunicado de la presidencia rusa. Las opciones diplomáticas parecen un espejismo tanto más denso cuanto que, incluso dentro del circulo más fiel y cercano a Putin, los responsables que adquirieron más peso no son los rostros de la negociación sino de la guerra. Analistas muy conocedores del aparato de poder del mandatario ruso advierten que, en esta fase, el ministro de Defensa Serguei Choigou así como el antaño responsable de los servicios secretos rusos han ganado mucho más peso interior que el ministro de Relaciones Exteriores Sergueï Lavrov. Esa fractura entre “diplomacia” y “conflicto” también atravesó a los servicios secretos occidentales. 

El vespertino francés Le Monde publicó ayer una rigurosa investigación (nada que ver con charlatanerías ideológicas, imperialismo o manipulaciones mediáticas tan denunciadas como seguidas) sobre las divergencias de análisis en el seno de las grandes potencias. Según Le Monde, un grupo de 5 países que reunió a Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia “compartieron sus informaciones” secretas, ”pero esta mutualización de los conocimientos no condujo a la adopción de una estrategia común. Muy por el contrario”. El diario revela que de ese grupo salieron dos ramas: la de “los anglosajones, quienes daban por seguro que Putin atacaría, y la de los europeos continentales, quienes estimaban que había aún un lugar para la negociación”. Hasta que se plasmó la invasión, París y Berlín creyeron que Putin solo buscaba “subir la apuesta” para crear una relación de fuerzas favorable. El análisis anglosajón terminó siendo el verídico y ello explica la insistencia con la cual el presidente estadounidense Joe Biden no cesó de evocar una invasión “inminente”. La divergencia fue tan profunda que incluso la diplomacia alemana se quejó del alarmismo de Washington. Putin se los llevó puestos a todos: Estados Unidos, Europa y la OTAN incluida.

La diplomacia amordazada, un largo desacuerdo entre Rusia y la OTAN que Putin llevó al extremo cuando quiso, siembran ahora una catástrofe al acecho. Y sin embargo…Y sin embargo, ni a las grandes potencias ni a Rusia le faltaron canales para negociar. Durante un largo momento fueron muy amigos, socios incluso en la gestión imperial del mundo. Es preciso recordar que Rusia integró en un momento la crema de la dirigencia mundial cuando pasó a ser miembro del G7, el grupo de los países más industrializados del planeta, el cual, con Moscú adentro, se volvió G8. Primero G7+1 y luego, entre 1998 y 2014, G8 con Rusia oficialmente como pieza plena de la elite que en 2006 organizó la cumbre del G8 en San Petersburgo. Luego de la anexión de Crimea en 2014, Rusia fue excluida del grupo. 

Con la diplomacia sin voz, otros actores ingresan ahora en el conflicto para gestionar sus consecuencias. El ACNUR, el organismo de la ONU que se ocupa de los millones de refugiados que va dejando esta guerra. Y también la misma ONU, atenta a las insalvables violaciones a los Derechos Humanos. En este contexto preciso, este viernes cuatro de marzo, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU votó una resolución por 32 votos a favor, dos en contra (Rusia y Eritrea) y trece abstenciones (entre ellas la de Cuba, Venezuela, China e India) para que se cree una comisión internacional sobre las violaciones a los Derechos Humanos en Ucrania tras la invasión rusa. Es la primera vez en la historia de esta instancia con sede en Ginebra que se vota contra Rusia.

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