Todavía retumban en mis oídos los efectos de anoche, mientras voy recogiendo lo que quedó de la fiesta. Esta mañana me resultó difícil despertar, pero un café bien cargado y un analgésico hicieron maravillas. Un paquete de bolsas de consorcio creo que alcanzará, voy levantando las latas de cerveza dispersas por el piso, botellas vacías y algún bocadito escondido en una servilleta de papel. Las salchichas de Viena envueltas en masa de empanadas definitivamente no resultan, sigo encontrando pedazos desperdigados por todos lados, tengo que acordarme de no prepararlas más.
En la cocina se amontonan platos y copas de todos los tamaños; mientras los voy lavando y acomodando sobre la mesada, sigo recordando, en forma desordenada, los hechos.
Hacía tiempo que habíamos programado reunirnos para celebrar, veníamos acumulando ganas de encontrarnos y cuando anunciaron que se había alcanzado la inmunidad de rebaño nos propusimos tirar la casa por la ventana.
Cada uno fue llegando con provisión de alcohol suficiente para todos, por esta vez, sin intención desinfectante. Habíamos venido practicando, individualmente, cuánto podíamos estirar el límite de tolerancia etílica y varios de nosotros pudimos romper algunas marcas. Como quien no quiere la cosa, la heladera se llenó de botellas y, no habiendo más espacio, habilitamos fuentones con hielo para latas de cerveza, de vino y unas pocas de gaseosas.
Desde que bajó el sol se empezó a escuchar música por todos lados, quien se iba a animar a protestar por la algarabía colectiva. Aunque algunos siguen desconfiando de las buenas noticias, la alegría se apoderó del ánimo de la mayoría. Por un rato quisimos dejar atrás la tristeza, mirar al futuro con un poco de esperanza y, como quien no quiere la cosa, emborracharnos todo lo posible.
Sabemos que el alcohol produce diversos efectos en las personas. Cualquiera que anoche asomara la cabeza al interior de estas paredes podría ver un repertorio bastante completo; al principio estábamos todos relajados y sonrientes, menos inhibidos y más locuaces. Con el paso de las horas las frases perdieron coherencia, la depresión ganó terreno, alguno se quedó dormido y hubo quien avanzó con las demostraciones de cariño más de lo aconsejable. Como quien no quiere la cosa, una mano apareció en el lugar equivocado y otra mano se estrelló en medio de la nariz del dueño de la primera mano, sin mediar palabras.
Los que dormían no se enteraron. Tampoco el que se había apropiado del baño tratando de recuperar su compostura. Quienes se habían quedado en el patio y los que habían perdido la batalla con la melancolía no lo sospecharon.
Cuando llevaba la bandeja con los bocaditos dulces sólo pude espiar el primer movimiento y escuché el ruido proveniente del segundo.
Un rato después empezaron a retirarse, primero los que se podían mantener en pie sin demasiada ayuda, después los que se fueron despertando, los que pudieron dejar de llorar y el que logró desprenderse del sanitario.
Los protagonistas del duelo se fueron por separado, uno para cada lado, ella primero, él después. Un rato más tarde cuando abrí la puerta para despedir a los rezagados pude ver que, como quien no quiere la cosa, uno de los dos había girado sobre sus pies y empezado a caminar rápido en la dirección opuesta.