"No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague”, dice el famoso refrán que sintetiza la trama de una serie de obras de teatro que van desde Tirso de Molina, Antonio de Zamora hasta José de Espronceda y José Zorrilla. Algo se debe cumplir y se cumplirá inexorablemente.
Pareciera que a esto lo supieran bien los acreedores externos. Saben que no hay una sola forma de pagar y que por un lado o por otro siempre hay ganancia, aun en las pérdidas. La mayor ganancia (y hasta el mayor anhelo) de un acreedor podría ser que su deudor no cumpla en término con las obligaciones contraídas, porque sabe que a la postre terminará pagando con creces y no sólo en dinero.
La “bola de nieve”, puede resultar una bola de oro, inclusive el rédito ser obtenido de entrada, desde el momento mismo de la firma de un préstamo. Es que el dinero no es sólo dinero, sino también un elemento simbólico de distribución de los intercambios humanos, generador de poder y control sobre los otros, de disciplinamiento de personas y países, etc., de manera tal que, por ejemplo, el endeudamiento de los países implicaría no sólo un asunto económico, sino también una cuestión geopolítica, de repartición del mundo, es decir, de dominio sobre las regiones y en esto residiría ya la ganancia, aun cuando algunas naciones entren en el famoso default, etc.
En síntesis, más allá o más acá de lo monetario, está la subjetividad del ser hablante, razón por la cual, las cuestiones económicas no deberían quedar sólo en manos de los economistas, sino principalmente en manos de la política.
No hay deuda que no se pague
Estamos hablando, por supuesto, de la inmensa deuda externa que agobia a la Argentina, insostenible por el momento. El ahorcamiento financiero mediante la usura es un arma, un elemento de dominio y control. Los préstamos se materializan no sólo por decisión (o complicidad) de aquellos deudores que los solicitan, sino fundamentalmente por imposición y mandato de quienes los otorgan. El endeudamiento como exigencia, como un imperativo sobre los países que permite luego a los acreedores intervenir en sus cuestiones internas, encauzar las políticas, imponer planes educativos destinados a hacer descender los niveles culturales de la población, crear mano de obra barata, anular el pensamiento crítico, generar marginalidad y pobreza. La decadencia y la debacle económica no son contingencias, sino cálculos estratégicos de geopolítica. Por supuesto que todo esto se realiza con la anuencia y la complicidad de las oligarquías locales dispuestas a entregar de manos atadas a sus países en función de sus apetencias y codicias desmedidas.
Algunos como de costumbre dirán que esta visión es “apocalíptica” o que pinta un futuro aciago y poco realista. En parte es verdad, a veces por estilo exagero. Otros, a partir de la concepción de falta estructural en la condición humana, pensarán que una humanidad menos cruel y más vivible es ilusoria y que, en definitiva, como dice aquel famoso poema “Desiderata”, muy difundido en los años sesenta por el movimiento hippie, del filósofo Max Ehrmann, “el mundo marcha como debiera”. Pero basta que abran la ventana y vean lo que ocurre ahí afuera.
La ruina como negocio
Ya desde antaño los usureros esperanzados en que sus deudores no paguen a tiempo, se relamían con la posibilidad de quedarse con los objetos puestos de garantía: los muebles, las joyas familiares, la casa, las propiedades. Hoy la usura es la matriz del funcionamiento global de la fase actual del capitalismo, donde la ganancia no estaría mayormente ligada a la producción y al trabajo, sino más bien a la especulación financiera, sin límites ni condicionamientos. Lo buitre es hoy, por estructura, el orden económico global en su conjunto, capaz de hacer hasta de sus propias calamidades, la fuente de rentabilidad absoluta.
Los acreedores especulativos no desean que haya cancelaciones, sino refinanciamientos y que la deuda se multiplique hasta hacerse impagable y puedan ir por todo, siempre en más, hasta la carne misma, hasta el hueso del deudor que, en el caso de los países, son los recursos naturales, las tierras, el petróleo, el litio, el agua, los campos fértiles, etc. Todo esto, por supuesto, con la complicidad de los socios locales.
Codicia y exceso
La obra de William Shakespeare, “El Mercader de Venecia”, evoca ese imperativo de ganancia irrestricta. El mercader de Venecia: Antonio, sale de garante de su amigo Bassanio que ha pedido un préstamo de tres mil ducados a Shylock. Éste pone como condición que, en caso de no pagarse la deuda a tiempo, el cobro a través de la justicia sea una libra exacta de carne a ser extraída del cuerpo de Antonio, preferentemente de la zona del corazón. Shylock odia a Antonio pero, precisamente por ello, presta el dinero. Lo odia no sólo por las humillaciones y las burlas que frecuentemente le propina Antonio, sino más bien porque éste socorre a los deudores amigos en apuros prestándoles dinero sin cobrar altos intereses, haciendo caer así las rentas usurarias en Venecia. La posterior ruina económica del mercader ocasiona que la deuda contraída no pueda ser pagada el día acordado. Shylock reclama ante el Dogo de Venecia la libra de carne.
Cuando está a punto de cumplirse la sentencia, y, Shylock, cuchillo en mano, se apresta a abrirle el pecho a Antonio, ingresa en la sala Porcia, amada de Bassanio, disfrazada de abogado. Viene con los tres mil ducados en auxilio de Antonio y dispuesta inclusive a duplicar la suma con tal de salvarle la vida. En este punto Shylock se torna caprichoso y no acepta el pago: no quiere los ducados, aunque se los multipliquen, sino la libra de carne, es decir, la muerte de Antonio. Argumenta que si no se cumple la sentencia en los términos firmados, se pondrán en peligro la constitución y la libertad en Venecia. Shylock, en nombre de la constitución y las leyes, despliega su capricho y antojo. En nombre de la constitución y las leyes, se coloca por fuera de la ley simbólica y del acuerdo civilizatorio. En nombre de la libertad esclaviza y pone de rodilla a sus deudores. El saqueo y la impiedad se imponen en nombre de lo legal.
Shakespeare revela en el personaje de Shylock, la insaciabilidad y el exceso que permiten la analogía con la irreductibilidad del orden financiero actual y el capricho del superyó freudiano, esa instancia obscena y cruel, a la que Freud y Lacan asocian al imperativo categórico kantiano. Shylock hace de su negativa a recibir los ducados, la palanca de un relanzamiento del goce pulsional irrestricto y la oportunidad de la ganancia sin recortes, sin condicionamientos. Va por la vida misma del deudor. En otros términos, el sistema financiero actual está en condiciones de aniquilar al otro sin que ello sea un delito y vendría a representar el más allá de la época, ese punto irreductible al ordenamiento significante. Los fondos buitre se aferran a las cláusulas jurídicas, al mismo tiempo que se sitúan por fuera de la ley simbólica.
La circularidad del dinero debería encontrar en alguna parte un punto que abroche un sentido, un límite que lo ligue a lo humano. Es necesario comprender esta estructura “libidinal” del capitalismo tardío, si se quiere entender lo fundamental de un problema contemporáneo y sus vastos alcances.
*Escritor y psicoanalista