Si algo estuvo en jaque durante los años de la pandemia, que parecen más si buscamos las marcas y dolores en nuestros cuerpos, que parecen estar extinguiéndose, aunque no cesan las alertas, es la idea de futuro. Y si uso el pasado para decir “estuvo” es porque ese tiempo excepcional en el que el silencio tomó las ciudades y los atardeceres parecían más ardientes por la reducción del carbono en el aire planteaba una incógnita aún mayor que la cotidiana sobre el futuro. ¿Cómo viviríamos en adelante? ¿Quiénes iban a quedar en el camino? ¿Cuánto vale la vida cuando el cuerpo queda aislado de otros cuerpos? El cuerpo, su materialidad, esa superficie de amor, dolor, placer, empatía, potencia, estaba relegado al aislamiento.

Nos adaptamos, rápidamente, cómo no. Pero la vida que vivimos era lo más parecido a una pesadilla feminista. El encierro en hogares que no siempre son refugio sino exposición a la violencia, la evidencia de que esos trabajos precarios que tomamos mayormente mujeres, trans y travestis se habían vuelto más precarios aún o directamente inexistentes, la imposibilidad de sentarnos en círculo entre nosotres, de vernos las caras, de hacer balance, de cuidarnos les hijes para que otra pueda salir al mundo, a la asamblea o al placer; el cuerpo expropiado de los abrazos. Dos años pasaron sin que tuviéramos esa cita ininterrumpida durante 30 años en octubre, los Encuentros Nacionales de Mujeres que por militancia, persistencia y masividad se fueron transformando en Plurinacionales, de Mujeres, Lesbianas, Travestis y Trans. ¿Cómo imaginar el futuro sin la potencia que tomamos de la calle cada vez que la llenamos, juntas y juntes, para el duelo y la lucha compartida?

Decir futuro, escuchar sus modulaciones aun con el oído en tierra, como persiguiendo una manada lejana y a la vez tirando lazos para no perdernos, dejando marcas para inventar el camino. Tendiendo la mano aun contra el peligro. Así resistimos el tiempo pandémico. Tomando la calle otra vez para las jornadas históricas de diciembre de 2020, cuando conseguimos que se consagre en ley el aborto legal, seguro y gratuito. Haciendo futuro en la insistencia de no perdernos, en la promesa de encontrarnos para tejer esa forma de hacer política de los feminismos, transversal, trans-identitaria, transfronteriza, interseccional. Porque no sólo denunciamos la violencia de género, también narramos cómo esa violencia es posible porque nuestras vidas están condicionadas a la obediencia que imponen las deudas. Por el extractivismo que nos envenena. Por todo lo que nos falta: las compañeras asesinadas y la tierra, el techo y el trabajo. Por el cuerpo de Tehuel que nadie busca y por las manteras y las feriantes que son perseguidas por el racismo estructural de esta sociedad que queremos dar vuelta. Igual que da vueltas al mundo nuestro grito, el que acuñamos colectivamente como un límite y que se sigue reescribiendo en distintos idiomas, en distintos cuerpos.

Este 8 de marzo, otra vez decimos huelga feminista. Y la conmoción social por esa violencia sexual que se instaló a la vista de todes en el centro de la ciudad de Buenos Aires acumuló rabia suficiente como para que las calles desborden. Sabemos que esa rabia tiene potencia letal si no se la pone en común y por eso la respuesta es colectiva. No aceptamos el disciplinamiento que pretenden. No vamos a dejar la noche ni la fiesta por miedo. Igual que no vamos a dejar de decir que la deuda es con nosotres por más que nos digan que no hay caminos alternativos al acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Los feminismos, como sujetos políticos que pudieron poner en jaque al macrismo porque le llenamos las calles cuando no esperaban oposición, cuando la CGT se sentaba en la mesa del poder a tomar el té, queremos discutir también la deuda. La deuda que son esas compañeras que perdimos en la pandemia porque seguían atendiendo comedores populares, seguían yendo casa por casa para ayudar a les pibis que no podían conectarse a las clases virtuales, seguían resistiendo los desalojos que empujaban a la calle a las más precarizadas de las precarizadas: travestis, trabajadoras sexuales, trabajadoras de casas particulares y de la economía popular.

Volver a la huelga general feminista, general porque paran los trabajos formales y para también el trabajo no remunerado, ese que llaman amor, es una manera de hacer futuro. De quitarle a esa palabra que se extiende como promesa más allá de la crisis cotidiana su carga de muerte. En este presente que hace huella también diseñamos futuro. Nos apropiamos del tiempo que nos quitan, nos apropiamos de los estigmas que nos cargan por gordas, por viejas, por putas, por tortilleras, por travas, por indias, por negras, por aguafiestas, por rabiosas. En la huelga el tiempo y el valor lo ponemos nosotres. La casa feminista se abre en la calle y las jerarquías se disuelven. Después, no seremos las mismas. Nunca lo somos después de haber habitado ese mundo posible que es nuestra idea de futuro. Un futuro en el que entramos todas, todes y todos. Porque no se trata sólo de una cuestión de género, se trata de suscribir la urgencia de derrumbar la casa del amo, esa casa que nos agobia, que nos describe según un manual de anatomía aun antes de nacer. Que nos pone a trabajar a destajo antes de dejar la infancia y exige mérito para acceder a privilegios que ni siquiera queremos.

A esa casa la vamos a derrumbar, nuestros hijos e hijas lo están haciendo. Por elles y por nosotres, el 8 de marzo ¡la huelga va!, como dicen en Chile. Porque así hacemos futuro, ahora mismo, en este tiempo.

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