Hay algo que, a los ojos del público, cambia la trama. Para Igor Martinic, escritor y en parte intérprete de Sería una pena que se marchitaran las plantas, este nuevo espectáculo suyo hablaba del amor. Para el público, se trata de una ruptura. ¿Qué hace que interpretemos distinto aquello que es idéntico; un hecho, algo que sucede en escena? ¿Será la historia propia? ¿Será la coyuntura?
En tiempos en que el amor romántico está al borde de la cancelación y ya se han discutido hasta lo indecible los cánones arcaicos de la relación de pareja, Martinic se arroja a algo riesgoso: recuperar el lenguaje de dos, ese universo que nace con el primer torrente de electricidad que se siente en pleno enamoramiento, ese lubricante químico que se apodera del cuerpo y luego desaparece, quizás, repentino, en el momento del quiebre. El lenguaje del amor también en la ruptura.
Hace 8 temporadas, el hitazo independiente de Mi hijo solo camina un poco más lento, dirigida por Guillermo Cacace y actualmente en el Teatro Picadero, le dio a Martinic un prestigio local bien ganado. Sería una pena... es la segunda pieza suya que llega al país, y se puede ver el viernes 11 y el domingo 13 en Teatro Moscú (CABA) o el jueves 10 y el sábado 12 en Escenario-40 (La Plata).
Esta vez, el autor croata radicado en Barcelona no se posa sobre la familia disfuncional ni el efecto de la interacción en cada uno de ellos, pero retoma la marca que dejan las lecturas individuales en el otro. En este caso: de una pareja en plena ruptura. Allí juegan sus memorias y su despliegue la catalana Julia Ferré y el argentino Victorio Dalessandro.
En la puesta en escena, en la que Martinic aparece moldeando a veces la escena y en la que incluso ironiza abiertamente sobre el rol marginal de los autores teatrales que ven cómo otros hacen de sus piezas algo nuevo, se percibe una tensión indisoluble. No se ve pero se siente. Y aunque nadie dudaría de que se trata de amor genuino, estamos ante la disolución de esa existencia.
Cada día, en el mundo, se forman y se separan un número inestimable de parejas. Asistimos, sin atender a ello más que cuando nos convoca, a la creación y disolución de un idioma. Cada día, como la piedra filosofal, vuelve a nacer y vuelve a morir un lenguaje. El nacimiento y la disolución de una historia y de un modo de vivir. En escena, entonces, una pareja que no puede sostener el amor por más tiempo, que narra su historia desde visiones y versiones opuestas (o, mejor, distintas); que ve desarmarse ese lenguaje común, e incluso preguntarse si es que ha existido ese "nosotros".
Hablan de las plantas, de los lugares, de lo vivido (viajes, escenas), pero no hablan de eso sino de lo que son esas cosas para esos sujetos que ya no son. Hacen fuerza, en el final, por evocar matices y momentos. Es conmovedor y a la vez desgarrador. Es un gesto inútil porque no existe una versión única, no hay narración mutua una vez que se procesa la ruptura. Solo quedan dos átomos, dos experiencias, dos lecturas y la voracidad por intentar hallar en el otro un rastro de lectura unificada.