Hay refugiados que se pasan la vida acampados a las puertas de los “nordeltas” del mundo. Llevan consigo la pena a cuesta. Escarban, husmean, molestan. Tienen hambre. Un hambre provocada por guerras “buenas”, por políticos occidentales de panza caliente. Hoy tienen la ira contenida en el esófago. Ellos no pueden entrar en Europa. No tienen los ojos azules.
La pequeña Moisés se aferró a la espalda de su madre con la voluntad furiosa con que los recién nacidos luchan por sobrevivir. Se quedó inmóvil, sin parpadear, sin queja ni llanto, sin latido en el alma. La sacaron del agua con hipotermia. Fue despertando poco a poco, con el cálido fluir del cosquilleo de la sangre. Ella, que conocía lo básico de la felicidad, el olor a madre, el sabor de la leche, la placidez del sueño y de la pena, el hambre, el desamparo, el frío hiriente: ella que solo siente los fundamentos básicos que conducen al bienestar o al miedo, no pudo comprender que en la otra orilla -en Europa- haya quien la califique de invasora. Moisés no es ucraniana, es kurda. Escapaba de una guerra “buena”. De las bombas de la aviación turca, una fuerza integrada a la OTAN. Al llegar a la orilla europea le escondieron todas las patrias, todos los himnos, todas las banderas. Volvía a nacer: esta vez apátrida, inmigrante e ilegal. Ella, que solo conocía el olor de su madre, el olor de su única patria.
Es necesario pensar y mirar la realidad con los ojos de las víctimas. Ponerse del lado del otro. Asumir su dolor como propio, interiorizarlo. Participar activamente en la reparación del sufrimiento ajeno. Un ejercicio de praxis liberadora, como dimensión constitutiva de la ética y base del sentimiento moral.
Para millones de europeos, Messi es un “sudaca”. Genio, pero “sudaca”. Millonario, pero “sudaca”. Un inmigrante más. No distinguen. Se nutren de la dialéctica del miedo por fobias asociadas y aversiones profundas. Pavores líquidos de sesgos cognitivos que saturan sociedades en riesgo a través de un terror acusador cada vez más sofisticado que da forma a una amenaza invisible que alimenta nuevas obsesiones. Es ese racismo endémico que anida en el huevo de la serpiente del fascismo europeo.
Cuando finalice la guerra, los ucranianos que se queden en Europa lo van a comprobar. Serán los nuevos “sudacas” de los países del Este. Fue una piel ya habitada por rumanos, búlgaros, polacos.
Hubo un tiempo sin guerra en que los inmigrantes ucranianos eran apaleados, detenidos, y expulsados de las fronteras. No era nada personal. Formaba parte de la diaria represión fronteriza a los ciudadanos extracomunitarios. A esos 150.000 refugiados de otros países que acampan hoy detrás de las alambradas europeas, según la Organización Internacional para las Migraciones de Naciones Unidas.
La lógica de la inmigración europea es un laberinto de paradojas que se edifican sobre el cinismo de la doble moral. Existe “otra” inmigración. Mucho más “cool”. Con mucho más glamour. Como los “negros” del PSG. Así los definió un periodista de la televisión polaca a todo el plantel del París Saint Germain. El 80% del plantel parisino es extracomunitario. No hizo distinciones, englobó a árabes, latinos, asiáticos. Les uniformó la piel y la identidad. La ironía racista del reportero fue muy festejada en la Francia de Vichy.
Los refugiados forman ya un mar tempestuoso que se bate contra los acantilados del hambre y del miedo. Seguirán llegando, sin parar. Aún sabiendo que en Europa no los quieren. Así vengan de guerras “buenas” o “malas”; no los quieren. Los ucranianos de ojos azules pronto lo van a comprobar.
(*) Ex jugador de Vélez, y campeón del Mundo Juvenil Tokio 1979