Laia es estudiante ecuatoriana. Tiene 18 años y está en su primer año de la universidad. A la marcha fue con sus amigas y compatriotas, quienes vinieron hace unos meses al país. Dice que le da miedo salir, que teme no volver, el miedo de muchas. “Estoy acá porque estoy harta de estar con las dudas de si vamos a regresar o no, si vamos a estar bien. Temo por mi vida cada vez que salgo a la calle. En Ecuador es mucho más peligroso, pocas veces aquí he sufrido de acoso callejero. En Ecuador es a diario, te siguen los autos, te tenés que esconder”, dice. Si el primer Ni Una Menos significó la reapropiación del espacio público y la gestación de una organización feminista que encauzó una lucha colectiva, aún queda mucho recorrido para que exista una real seguridad en los territorios, barrios y ciudades del país.
Andrea y Marianela son amigas que terminaron la jornada laboral y decidieron ir por primera vez a la marcha, tocando un punto fuerte que recorrió las redes las últimas semanas, el rol de los varones y las conversaciones que no están teniendo entre ellos: “Es nuestra primera marcha y nos motiva la conciencia. No vemos que los tipos hablen nada, es algo que se habla poco entre ellos, hace falta mas el diálogo entre varones en todos los ámbitos sobre estos temas”, dice Marianela. Como docente, Andrea está harta de recibir todos los años algún regalo por el 8 de marzo, junto a alguna frase armada. “Es el primer año que veo que un compañero recordó qué sucedió en esta fecha y vi que empezaron a darse cuenta y no siguieron disfrazándolo con regalitos y cosas que no tienen sentido”, dice.
Para Cecilia, de 28 años, resistir es estar viva. “Me movilizo por todas, por todes, por la lucha y la comunidad, por resistir. Para mí es importante ayudar a las compañeras y crecer entre todas, hacer redes y rebelarnos contra lo que no soportamos más”, dice. Uno de los tantos reclamos que surgen y resurgen en cada movilización del 8M es el rol del Estado y qué políticas públicas debería tener para garantizar el buen vivir de las femeneidades. “El Estado debería como mínimo dar más espacio a todo lo que estamos diciendo, que ya lo estamos gritando hace años. Debería haber más cupo laboral, mejores salarios, un poco de cuestionamiento de parte de las autoridades y de parte de los hombres también. Con poder mirar sin presuponer y cuestionarse es un aprendizaje que haría un gran cambio en cada une”, dice. También Lula y su compañere marchan para darse fuerza. “Estoy acá apoyando a las compañeras para seguir todas juntas para adelante. Es la segunda vez que vengo y me emociona la unión y la empatía y el saber que nos tenemos”, dice, en medio de abrazos, caminando hacia el Congreso.
A sus 81 años Cristina está apoyada en la pared de Avenida Rivadavia, marchando como todos los años, por sus derechos y los de todas y todes. Esconde su mentón desde un cartel enorme que dice “No me digas feliz día, una mujer es asesinada cada 29 horas en Argentina”, y lo levanta con el puño en alto. “Siempre me movilicé por el feminismo, siempre”, dice, firme. “Desde pequeña, estuve permanentemente luchando contra los varones patriarcales de mi familia, de mi padre, de todo el entorno. Soy feminista desde la infancia como mi madre y mis hermanas”, cuenta. Para Cristina, es hora de que las mujeres de su edad hablen y expongan los abusos de años, aquellos que el dolor y la vergüenza y el miedo hicieron esconder. “Nos queda poco hilo en el carretel, tienen que decirlo para que ustedes también se animen a hablar. Es complicado el tema en la gente de mi edad, los hombres grandes son peores, siempre le buscan una justificación al tema”.
Sabrina tiene 37 años y lleva en brazos a un niño que se pone tímido delante de la cámara. “Después de los dos años que no pudimos salir y compartir la calle, me movilizó más a salir y compartir con otras mujeres la lucha colectiva. Como madre de dos niñes, me pregunto cuestiones de crianza y tratamos con mi pareja de que vea una de igualdad en los cuidados, en la responsabilidad, en los tratos”, reflexiona.
Las trabajadoras ferroviarias de la línea Sarmiento llevan una lucha de años para poder ocupar cargos como conductoras de tren, maquinistas, mecánicas. “Nosotras formamos un grupo grande que pelea por la igualdad laboral y salarial. Antes estábamos sólo en limpieza y ahora tenemos mecánicas y jefas de trenes, nos falta conducir el tren. Estamos pidiendo que haya paritarias para los protocolos por violencia de género, porque los protocolos que hay los arman los mismos gerentes o gerentas. Tenemos el problema de la precarización laboral: hay compañeras tercerizadas y contratadas que ganan un 60 por ciento menos y no se les pagan los relevos”, explica Mónica Schlotthauer, delegada general de trabajadores de la Unión Ferroviaria. A su alrededor, sus compañeras agitan las consignas, lograron parar y así visibilizar su rol esencial en los espacios de trabajo.
María Rosa decidió marchar gracias a sus hijas. “Me movilizo en contra de los femicidios, hablo mucho de estos temas ahora con mis amigas”, cuenta. En su juventud, la discusión por la igualdad se daba sobre el lugar de las mujeres en los espacios de trabajo, la posibilidad de tener independencia económica, de decidir carreras y parejas. Fue la generación que dio las discusiones sobre la participación de las mujeres en los cargos jerárquicos, la profesionalización de las carreras, la posibilidad de que el ámbito de la mujer no sea el privado únicamente sino también salir al mundo.