Hay eventos en el ciclo vital de una persona que ponen el sentido de su vida en cuestión, la empujan a la desorientación y, a veces, configuran nuevas estructuras subjetivas: el nacimiento de un hijo, la muerte de un ser querido, el fin de un matrimonio, irse a vivir a otro lugar. Son desquiciantes momentos de desconcierto en los que uno descubre mucho sobre sí mismo, sobre quién uno era, al ver a dónde va a buscar consejos sobre cómo y para dónde seguir.

Las sociedades (culturas, civilizaciones) también tienen encrucijadas como estas. Pandemias, guerras, catástrofes medioambientales son buenos ejemplos de momentos terribles y dolorosos en los que una configuración cultural se enfrenta al desafío del desconcierto. Nosotros estamos saliendo de una (cruzando los dedos), quizás entrando en otra y avanzando a paso firme en la tercera. Si bien no hay eventos que en sí mismos definan cuándo estamos ante el caso serio del desconcierto profundo, estos tres hechos nos hacen suponer que estamos atravesando algo muy parecido a una crisis. Entonces, si la analogía propuesta tuviera alguna productividad, sería interesante preguntarse a quién le prestan o le pueden prestar oídos las sociedades de hoy en busca de consejos. ¿A quién escuchamos entrecerrando los ojos y al borde de la silla?

Para intentar una respuesta intuitiva y somera a esta pregunta infinita cabe antes aclarar: no toda crisis implica un aprendizaje. También se puede sufrir sin aprender y el enfrentamiento con la desorientación puede perfectamente producir formas menos sofisticadas y más crueles de la vida y la convivencia. Simplemente no sabés qué trole hay que tomar. Habrá recursos, si éstos se sostuvieron en el mediano plazo, a través de un dispositivo estable y organizado que podemos llamar “programa”, si acentuamos lo proyectual o “institución”, si acentuamos su concreción. Pero entonces, ¿cuáles son esas instituciones o programas institucionales? Digamos que hay tres grandes programas y despliegues institucionales que saltan a la vista: la religión, la política y la ciencia.

La relevancia de la primera en el mundo actual no deja dudas incluso en las sociedades más “secularizadas”. La política, por su parte, produjo precisamente como respuesta a un momento de profunda crisis el dispositivo soberano-jurisdiccional de protección ligado a una burocracia profesionalizada (Estado moderno) y fue el referente y principal organizador político en crisis como la que atravesamos los últimos dos años. Ahora bien, cuando se habla del programa de la ciencia moderna como fuente de orientación suele dejarse de lado al hermano olvidado de dicho programa, el Wilhelm del Alexander: las Humanidades. Es importante recordar en momentos como este que las Humanidades son también parte de programa científico y que allí se aloja un tesoro de significación y comprensión valiosísimo. Lejos de cierta futilidad, desapego con los problemas “concretos” e incluso elitismo que suele asociarse erróneamente a ellas, las Humanidades hacen audible para nosotros el tesoro de una tradición textual que resulta ser un interlocutor imprescindible cuando nos ataca la pregunta, lúcida y tremenda, “¿y ahora?”. ¿Podríamos empezar a responderla sin conversar con el tesoro de la Historia, la Filosofía, las Letras? ¿Podríamos, para poner el ejemplo obvio, comprender algo de lo que está ocurriendo ahora en Ucrania sin conversar con un historiador? Pues bien, ese tesoro puede hablar hoy porque forma parte de un programa científico, es decir: porque se lo estudió minuciosamente como en un laboratorio, se lo tradujo, se lo interpretó, se lo editó, se lo publicó, se lo circuló, etcétera. Sin ese tipo de emprendimientos, tan usual en lo que suele llamarse “potencias”, cuando el vendaval se lleva la normalidad, lo que queda, lo que resta, no dice nada. The rest is silence.


*Filósofo. Profesor del Departamento de Humanidades y Artes de la Universidad Pedagógica Nacional (UNIPE).