Perdidos en París
(Paris piedsnus - Francia/Bélgica, 2016)
Dirección y guión: Fiona Gordon, Dominique Abel.
Fotografía: Claire Childeric, Jean‑Christophe Leforestier.
Montaje: Sandrine Deegen.
Reparto: Fiona Gordon, Dominique Abel, Emmanuelle Riva, Pierre Richard, Emmy Boissard Paumelle, Céline Laurentie.
Distribuidora: Distribution Company.
Duración: 83 minutos.
Salas: Cine del Centro, Monumental, Village.
8 (ocho) puntos.
El cine de Fiona Gordon y Dominique Abel funciona como un bálsamo, a la manera de un oasis. Sus películas ‑con Rumba como film modélico‑ se asumen de manera tan sensible como puntillosa. En ellas hay un filo lúdico, declaradamente naif, que evidencia un costado sin embargo obsesivo. De tan disfrutables, sus escenas bordean un límite que resultaría casi ingenuo. Mentirosamente ingenuo. Gordon y Abel ‑pareja artística y afectiva‑ son deudores confesos del cine de Jacques Tati. Allí es donde hay que buscar la filiación, no para compararles y establecer distancias cualitativas ‑¿quién osaría disputar el lugar de Tati?‑, sino para encontrar una genealogía estética.
Esa raigambre les sitúa en una lista de artistas admirables, que van de Charlie Chaplin a Jerry Lewis. Cada uno de una poética distintiva. A la manera de una familia en donde hacer caber tantas maneras sensibles como sean posibles. Es por eso, se presume, que el nombre de Pierre Richard aparece de manera estelar en Perdidos en París, y desde una escena tan querible como de homenaje hacia el actor: más aún, el parecido físico entre Richard y Abel agrega otro dato, nada desdeñable. De hecho, la resolución formal de ese momento implica una tarea compartida, en donde Gordon y Abel ofician como dobles de la pareja protagónica que conforman Richard y Emmanuelle Riva: concretamente, durante el turno del baile de pies. Con un cementerio como escenario irónico.
A grandes rasgos, Perdidos en París es la historia de Fiona (Fiona Gordon), cuyo viaje de Canadá a París responde al pedido de una querida tía (Riva), pero también a la posibilidad de ver, por fin, esa ciudad con la que soñara de pequeña. Un breve prólogo lo señala, entre la nieve fría y la ventisca fuerte, a la manera de un contrapunto físico con la ciudad luz. Una vez en suelo francés, los contratiempos dictarán la puesta en escena, mientras la casualidad imbrica la presencia reiterada deun vagabundo (Dominique Abel).
Los personajes, lo quieran o no, tendrán que lidiar con estos desencuentros y reencuentros, un motivo que el cine de Abel y Gordon aborda de manera usual. Al respecto, el momento en donde la tanza de una caña de pescar confunde su anzuelo con el pimiento que es el almuerzo de Dom, el vagabundo, para generar una sucesión de situaciones disparatadas (lección estética acerca de cómo imbricar narrativamente varios gags) debiera pensarse como la expresión feliz de esa concatenación de sucesos que habrá de dirigirse, inevitablemente, a un punto de encuentro.
Es por esto que Perdidos en París asume una mirada moral, en donde la recreación de la ciudad sucede desde sus bordes, por fuera del fulgor donde habitan el turismo, la imaginería de tarjeta postal, y la mayoría ciudadana. Más todavía: el film tiene su disparador en el pedido de ayuda de una tía que tiene pavor al encierro en un geriátrico. Es por ella que Fiona emprende el viaje y es por ella, podría decirse, que el film todo acude en su ayuda. Si el parentesco entre Pierre Richard y Dominique Abel causa asombro, habrá que pensar este film como la despedida y testamento de la gran actriz que ha sido la Riva, musa,entre otros, de Alain Resnais y Michael Haneke. No sólo por tratarse de su última aparición, sino por lo que en éste sucede, por las situaciones que ella encarna, y por el encanto con el cual baila ante las efigies mortuorias que la sociedad le tiene previstas.
De tal manera, Perdidos en París es un revuelo de alegría, una transgresión pretendida, que se disfraza de comentario inocuo mientras esconde una mirada profundamente crítica sobre la institucionalización de los lazos sociales. En este sentido, y puesto que se trata de París, habrá un momento dedicado a la torre Eiffel. La manera de ascenderla no será la habitual, mientras entre sus vigas en desequilibrio los personajes parecen emular las torpezas premeditadas de Laurel y Hardy. Una vez arriba, entre el afecto compartido, la tía se preguntará por qué no había visitado antes la famosa torre (o, lo que es lo mismo, por qué nunca le había causado interés). Luego, se le regala al espectador una imagen que es pura belleza, de reconocimiento y afecto por la gran Emmanuelle Riva.
En suma, Perdidos en París es un encuentro con el cine como espectáculo de afecto, con saber de circo y carácter de pantomima. No abundan películas semejantes, así de buenas.