“Para hacer bien los negocios hay que venir al sur”, podría cantar el protagonista de Azor, parafraseando la famosa canción de Raffaella Carrà. Yvan de Wiel es un banquero de pura cepa y lleva el métier metido en la sangre, transmitido por vía paterna como una particular forma de artesanado. De Wiel es suizo y trabaja en el banco privado de la familia y, como se sabe, no hay nada más seguro que una bóveda en un banco suizo, protegida por varias vueltas de llave y secretos contractuales amparados por las leyes internacionales. Pero de Wiel está lejos de Ginebra, muy lejos. Junto a su esposa, acaba de llegar a Buenos Aires, una primera vez en la vida (“nunca estuve tan al sur”, aclara en una de sus primeras conversaciones en el país). Una Buenos Aires que aún recuerda vívidamente los logros del mundial de fútbol de 1978, cuando los gritos de “Argentina, Argentina” sofocaban otra clase de alaridos. Corre el año 1980 en la Buenos Aires que visitan de Wiel y su señora Inès de Wiel, una ciudad en la cual un auto puede ser detenido en cualquier momento por la policía o los militares, aunque la ciudadanía suiza siempre ofrece seguridades nada desdeñables. Estrenada el año pasado en el Festival de Berlín, llega a las salas de cine de Argentina, país con el cual el realizador tiene una relación cercana, más allá del trasfondo geográfico de Azor, extraña palabra cuyo sentido es explicado en la misma película, muy cerca del desenlace. Protagonizada por el belga Fabrizio Rongione, cuyo rostro resultará familiar para los seguidores del cine de los hermanos Dardenne, la francesa Stéphanie Cléau y un reparto de actores y actrices argentinos no profesionales, que actúan por primera vez frente a una cámara, Azor es un relato cinematográfico bilingüe que coquetea con las formas del thriller político y ofrece una mirada particular hacia un mundo desconocido por la mayoría de los espectadores: el día a día (y también las noches) de un banquero suizo en tierras extranjeras.

El secreto del éxito de Yvan de Wiel parece descansar en su honestidad y, sobre todo, discreción, virtudes que contrastan con las de su antecesor Réné Keys, a quien todos nombran, de quien todos eran amigos, en quien casi todos confiaban. Pero Réné desapareció y nadie sabe exactamente cuándo, cómo ni, mucho menos, por qué. Mientras intenta recuperar la confianza de un puñado de clientes, encumbrados miembros de la clase acomodada, y tal vez conseguir algún cliente nuevo, de Wiel camina bajo la sombra de Réné, el desaparecido. Réné, el fantasma. “Hay una historia bancaria en mi familia: mi abuelo era banquero privado”. En conversación desde su Ginebra natal, en un perfecto español con ligero acento francés, Andreas Fontana confirma que hay una ligazón entre la historia de la película y la suya, aunque se apura en aclarar que, “de todas formas, no es tan directa. Ya mi madre le había dado la espalda a todo ese mundo. No crecí en ese ámbito. Mi abuelo viajó a Argentina en 1980, como el protagonista, pero fue exclusivamente de vacaciones. Allí visitó a algunas personas de la alta sociedad y dejó un cuaderno con notas, un cuaderno sin demasiado interés, aunque lo que sí me interesó fue precisamente lo que el cuaderno no decía. Por ejemplo, nunca menciona la dictadura. Esa ausencia me interesó y fue la base del trabajo en el terreno de la ficción de Azor”. En cuanto a su relación con nuestro país, Fontana cree que “puede parecer casual, pero tal vez no sea tan así. Viajé por primera vez en 2000 y volví muchas veces. Incluso estuve viviendo un año y medio entre 2007 y 2008. Hay un vínculo no sólo a nivel humano, sino también en términos de imaginario. Hay algo interesante allí, y es que Suiza no me estimula mucho en ese sentido, y creo que terminé adoptando un imaginario argentino”. Para la escritura del guion, el realizador contó con la colaboración de Mariano Llinás, quien además aportó una invaluable ayuda a la hora de realizar el casting local. El director de La Flor aparece en un breve y simpático cameo, aunque su presencia coincide con el ingreso de de Wiel a un universo desconocido y peligroso, cuando Azor y su protagonista dan un paso hacia el terreno de lo siniestro.

La coyuntura mete la cola en la conversación: la reciente noticia de que los bancos suizos congelaron cuentas de origen ruso marca una primera vez en la historia. “Si bien la película habla de un contexto muy concreto, en los años de la dictadura, Azor se filmó en 2019. Por lo tanto, su mirada es actual. ¿Cómo miramos ese pasado desde el presente, con todo lo que sabemos hoy? En ese sentido, creo que es importante destacar que la idea era intentar penetrar en un sistema, en una mentalidad. Y esa mentalidad ha cambiado de forma: hoy en día en los bancos suizos hay muchos más abogados que banqueros, porque el miedo está siempre presente. Desde que estalló esta guerra hay una gran discusión sobre los dossiers secretos suizos. Pero hay algo que no ha cambiado: el banquero siempre trabaja con el miedo. Cuando un país entra en crisis se genera una incertidumbre financiera y la gente con dinero necesita esconder cosas. Y allí aparecen los banqueros. Donde hay crisis siempre hay un banquero. Muchos suizos, claro, aunque también hay ingleses y de otras nacionalidades. Para que un banquero sea perfecto tiene que ser discreto. Alguien a quien nadie ve ni escucha”. Tiempo antes de comenzar el rodaje, Fontana se instaló un tiempo en Buenos Aires y realizó un trabajo de campo bajo un disfraz humano. “Me hice pasar por un suizo inofensivo, que en parte soy y en parte no”, aclara con una sonrisa. Fue una manera de conocer a ciertas personalidades de la clase social más acomodada, y de confirmar la fantasía que suele tenerse de Suiza y sus habitantes. “Cierta cosa ligada a la pulcritud”. El director describe esa investigación como si se tratara de un trabajo antropológico, “aunque poco ortodoxo y un tanto caótico”. La base del futuro guion de Azor.

Andreas Fontana

Dividido en cuatro capítulos, el segundo de ellos, titulado “Las visitas”, acompaña a de Wiel y señora a la largo de una serie de encuentros con clientes que han quedado en un limbo luego de la apurada partida de Réné. Todos hablan algo de francés (marca de educación, de clase, con algo o mucho de aspiracional) y, entre cortesía y coctelería, desean saber si podrán seguir contando con los servicios bancarios tal y como los conocían. Yvan sonríe discretamente, asiente con caballerosidad, detalla la situación de forma clara y directa. Sabe que, más allá del coqueteo, de los tragos al lado de la pileta, de las fiestas en las embajadas y los paseos a caballo en una estancia del interior, todo se reduce a un bolso de mano lleno de dólares, despachado como equipaje de mano, y un empleado de aduana que puede hacer la vista gorda. En el hipódromo alguien menciona algo impensado: hasta los pura sangre de carrera están desapareciendo. De pronto, comienza a pronunciarse un nombre con resonancias bíblicas: Lázaro. Alguien en las sombras que podría estar interesado en hacer negocios con el banco. Un ser oscuro, misterioso, furtivo, poderoso. Fontana crea y desarrolla situaciones plausibles y realistas, pero las envuelve con una capa de irrealidad, como si quisiera imponer siempre una distancia entre aquello que se narra y la audiencia. “Cuando el artificio no es un problema es un verdadero placer. Poder trabajar con la cinefilia de cada espectador. El guion fue escrito para que tuviera rigor y coherencia, pero al mismo tiempo propone una distancia para que el espectador no quede atrapado en emociones erróneas. La cuestión musical es importante: muchas veces, en las películas, está tan presente que impide pensar. En Azor quisimos trabajar con distintas capas y dejar abierta la posibilidad de que cada espectador lea alguna de ellas o todas a la vez”. Lograr ese distanciamiento no fue tarea sencilla y, para el realizador, la elección de los intérpretes fue de radical importancia. “En el caso del reparto europeo, buscamos actores profesionales cuya presencia no fuera extremadamente reconocida. Si el ámbito bancario no es algo muy explorado en el cine, queríamos que los actores no generaran un prejuicio por ser demasiado famosos. Fabrizio Rongione, y Stéphanie Cléau eran ideales. En el caso de los argentinos, fue un proceso muy largo, pero encontramos gente que tenía relación con el mundo que describe la película. Por ejemplo, quien hace el personaje de Farrell es un banquero en la vida real y algunos de los que participan en la escena de la Escuela de Armas son financieros”

Más allá de algún auto vintage y el diseño del Hotel Plaza, que tuvo que embellecerse luego de varios años de abandono, la “reconstrucción de época” de Azor se basó esencialmente en buscar lugares –edificios, salones, casas de ciudad y de campo– que guardasen el mismo aspecto que tenían cuatro décadas atrás. “En ciertas clases sociales, el poder está afincado en una idea de la historia del país, en la cual el presente no es tan importante como el pasado. Buscamos sitios que señalaran ese pensamiento. Los lugares son así porque son clasistas, de alguna forma, y hablan por sí mismos de uno de los temas de la película. Fue un trabajo minimalista para que eso se pudiera percibir sin ser ostentoso”. Inès escolta a Yvan, lo escucha, comprende y apoya, lo cual no implica que algún roce derive en reproche. También acompaña la decisión de dar un paso más (un paso en el vacío) cuando la posibilidad de conocer a Lázaro se transforma en realidad. Yvan sabe, al menos en parte, en lo que se está metiendo. Comprende la situación del país y está dispuesto a ser parte de un engranaje del cual aún no conoce todos los detalles ni las consecuencias. A partir de allí, hay una referencia obvia que Fontana señala directamente. “Y que no me molesta señalar como modelo: El corazón de las tinieblas. La estructura del viaje, el personaje en ausencia. Me di cuenta de eso mientras escribía el guion, no fue algo buscado. Para no perdernos en el relato, en la trama, era importante describir un trabajo, un código profesional, pero el modelo general es bastante clásico. Tal vez no convenga revelar demasiado, pero el personaje de de Wiel tiene algo de tramposo. El espectador necesita creer que es alguien para darse cuenta de que en realidad es otro. Allí es cuando se reconoce que se está describiendo algo brutal, traumático. Quise evitar la cosa obscena, la violencia como espectáculo, pero a la vez sin eludir del todo esa violencia. Fue una de las cosas que más conversamos con Mariano Llinás: la violencia como algo burocrático. Sobre el final de Azor creo que queda claro que lo que se describe es algo que se ha visto en muchas películas, pero desde el punto de vista de un burócrata”.