En su comparecencia, el pasado martes, ante la Eurocámara, el jefe de la diplomacia europea Josep Borrell, anunció un “mecanismo para sancionar actores nocivos que desinforman” y pidió ante la Eurocámara establecer “garantías para que la información no sea un elemento que contamine las mentes”. Una manera elegante de sugerir la puesta en marcha de mecanismos destinados a limitar de forma severa la libertad de expresión en el continente, como advirtieron en forma inmediata diversas organizaciones que velan por el derecho a la información a nivel global.
El pedido del alto dirigente comunitario es el corolario de un proceso que comenzó a tomar forma institucional en 2015 cuando la UE creó la East Strategic Communication Task Force para poner freno a las divulgación de fake news que, según los europeos, Rusia puso en marcha con foco en las democracias occidentales, y que tuvo su efecto más notorio en el resultado del referéndum que tuvo como consecuencia la salida del Reino Unido de la Unión.
En la misma dirección, la UE elaboró en 2019 un Plan de Acción contra la Desinformación y puso en pie en 2020 el Observatorio Europeo de Medios Digitales. La principal preocupación es el aumento de la presencia política en todos los países de la región de fuerzas de extrema derecha alentadas y sostenidas económicamente por Moscú, que “socaban la democracia” y son “funcionales a intereses foráneos”.
No existen dudas sobre la injerencia de Rusia en los procesos políticos de las democracias occidentales. Cualquiera que las tenga puede recurrir a la excelente serie documental “Agentes del Caos” dirigida por Alex Gibney y estrenada en 2020, en la que se documenta el modo en que Moscú intervino en las elecciones presidenciales norteamericanas de 2016 que llevaron a Donald Trump a la presidencia. El objetivo de Putin, en ese sentido, es claro: provocar desestabilizaciones en el interior de los países que operan contra sus intereses.
Pero la manera en que la Unión Europea y EEUU han elegido para responder a esta nueva “guerra híbrida” esquiva una cuestión fundamental. En todo proceso comunicacional hay quien emite mensajes, pero también hay quien está predispuesto a recibirlos. El bloqueo, luego del inicio de las hostilidades de Rusia contra Ucrania, a las emisiones vía You Tube de los canales rusos Sputnik y RT y la desactivación de miles de cuentas falsas llevadas a cabo por Facebook y Twitter con la excusa de que fueron generadas en Rusia con el objetivo de incidir en el debate interno de los países de la OTAN, es un manotazo de ahogado con el propósito de matar el mensajero (ruso), que ha llegado demasiado tarde.
En toda esta discusión, que huele a censura lisa y llana con la excusa de la guerra, tanto europeos como norteamericanos no se han detenido a pensar sobre las razones que llevan a numerosos ciudadanos de sus propios países a prestar oído a discursos como los que se emiten a través de estas redes y canales. Atribuir la aparición de partidos de extrema derecha, o de fenómenos políticos como el que expresa Trump, sólo a la injerencia rusa, deja fuera del debate las causas profundas del malestar en las sociedades occidentales que ha hecho posible este fenómeno.
La creciente desigualdad social que ha mermado el poder adquisitivo de vastos sectores medios tanto en la UE como en EEUU es un factor poderoso para explicar las razones por las que cuelan estos discursos de odio. Acentuarlos, como ha hecho Rusia, desde las redes sociales, no es más que un hábil aprovechamiento de las debilidades percibidas en sus adversarios. Y ahora que el monstruo ha cobrado vida ya es demasiado tarde para lágrimas.
Esta ofensiva contra las noticias falsas deja al desnudo otra cuestión fundamental: ¿quién es dueño de la verdad y qué poderes tienen legitimidad suficiente para atribuírselas? Si finalmente la UE aprueba estas normas restrictivas de la libertad de expresión con la excusa de combatir las fake news, cabe preguntarse: ¿estarán dispuestos a aplicarlas también contra sus propios medios de comunicación, que abusan del recurso del mismo modo en que lo hacen los rusos?
En un reciente documental estrenado por Netflix que aborda la cuestión de los atentados del 11 de marzo de 2.004 en España y que se titula “11M”, una de las cuestiones que más llaman poderosamente la atención es la reflexión en torno a las mentiras que los medios de la derecha española (El Mundo y la Cadena Cope, principalmente) publicaron durante meses con el objetivo de vincular a ETA con un ataque que era obra sólo de Al Qaeda. ¿Estará dispuesta la UE a ir contra esos grandes grupos mediáticos basándose en estas nuevas leyes que intentan aprobar? No por nada, han sido precisamente estos grandes medios los primeros en poner el grito en el cielo cuando el parlamento europeo comenzó a tratar esta normativa.
Como afirmó el senador norteamericano Hiram Johnson en 1917, “la primera víctima de una guerra es la verdad”. Aunque en pleno siglo XXI podríamos afirmar que la verdad ha muerto mucho antes que comenzaran a caer las primeras víctimas en los campos de batalla de la realidad.