Chronos, dios del tiempo y del Zodíaco, se aferró a sus dominios a costa de comerse a sus propios hijos. Trató de vencer la profecía de su madre: uno de tus hijos te quitará el poder. Zeus, el último de sus vástagos, se salvó y lo venció como le anunció Gea. Su progenie alegremente tejió lazos con el propio Chronos. De allí en adelante Chronos, su nieto Kairós, hijo de Zeus, reinan juntos. Desde Fenicia se agregó Aión, mitad niño, mitad anciano: el tiempo sin tiempo. Se han divido tareas: Chronos se ocupa de lo cuantitativo, los planes; Kairós maneja la oportunidad, la inspiración; Aión, administra lo circular y lo eterno.
Con logros mayores o con éxitos escasos el hombre concilia con Chronos y transita sus años siendo lo que es o lo que la cultura de su tiempo determine. En su devenir se deja seducir por impulsos o ruega que Kairós le tire líneas y se lanza en brazos de la inspiración. Las relaciones con Aión suelen ser problemáticas, sin embargo muchos logran cumplir ciclos, avanzar al siguiente y trascender. Otros no encuentran la salida, repiten circuitos cerrados.
En la película que dirige Harold Ramis, Phil, un periodista meteorólogo, viaja a cubrir la información del Día de la Marmota. El tiempo, Aión, lo encierra en un día. Repite horarios y hechos con exactitud durante veinticuatro horas, cientos de veces. Phil se debate entre variadas estrategias hasta caer en el abandono de la desesperanza. Un aprendizaje fortuito lo saca de la situación. Sin duda la repetición tenía un sentido.
En casa, usábamos un almanaque con taco, arrancábamos las hojas día por día y leíamos los versos que tenía detrás. Casi siempre eran los del Martín Fierro. El tiempo era un papelito que iba a la basura: lo pasado, pisado. Ese proceso se interrumpía cuando la que llegaba primero al almanaque era la Gallega, mi tía. Desprendía la hoja, se la llevaba a su pieza: es para mi familia de Andalucía, no me la tireis. Me metía en su habitación para ver como escribía, con lápiz negro, en una hoja transparente que apoyaba sobre la guía de una cartulina con renglones, en la contratapa del block de cartas. El sobre era muy fino con un festón de rayas azules, en la esquina superior izquierda decía Vía Air Mail. Ensobraba la hoja del almanaque envuelta en el escrito, metía unas cuantas semillas de pimiento, que mandaba la tía María de su huerta, pasaba la lengua por el borde engomado, escribía el nombre de su madre y la dirección, me acuerdo, Los Hidalgos 12. No la llevaba al correo, en tantos años no había aprendido, se encargaban las muchachas o mi papá.
Ya no veo esos almanaques: el tiempo es plano, dura un mes en la pared y todo un año en la cartera. Noviembre va a estar treinta días, no lo voy a poder arrancar. Treinta días en los que el calendario de lunas y siembras puede distraerme, pero siempre es noviembre.
El surrealismo le ha permitido a Dalí derretir su reloj, poner sobre la realidad su tiempo personal. La Persistencia de la Memoria es una pintura al óleo sobre lienzo, tan grande como mi almanaque de pared. Ya quisiera derretirlo.
Las ciencias plantean, replantean, confirman y descartan hipótesis sobre la naturaleza del tiempo y su cuantificación.
La física dice:
1- El tiempo es la separación de los acontecimientos que son sometidos al cambio. Permite ordenar los sucesos. Sostiene al segundo como la unidad básica de medición.
2- El tiempo considera al observador, al sistema de referencia, al punto del observador.
La filosofía dice:
1- Aristóteles coincide con la física.
2- San Agustín lo relaciona con el alma.
3- Kant afirma que es una forma de intuir lo acontecido y que esa virtud le pertenece sólo al hombre.
4- La filosofía actual reconoce que es la conformación de dos temporalidades, la interna y la externa. El tiempo es la esencia humana.
Ya fui espectadora de las fiestas de Halloween y taché con el fibrón el primer casillero. Transcurre el dos, admito que aún conservo la confusión de los muertos y los santos, un error casi genético salvable con sólo recurrir al santoral. Había que saberlo para ir al cementerio con mi mamá a ver a los abuelitos y no caer a honrarlos cual santos, aunque en su amor, lo eran. Mi madre no cultivaba flores. Comprábamos gladiolos y calas en los puestos de la calle. Eran sinónimo de tumba y jardineras de lata pero con los años se han desprendido de ese significado y ahora están de moda, aunque a mí me siguen dando a cosa triste. Los claveles, que también adornaban los sepulcros, no tanto, porque también se lo ponen en la sien las bailaoras y crecen en los balcones de las postales.
A partir del día cuatro, noviembre se ensaña conmigo. Insiste el seis. Arremete el doce y sigue lastimando hasta extinguirse. Es un ciclo que se repite desde mi niñez. He recurrido, como Phil, a diversas estrategias, desde las lógicas hasta las mágicas. Consciente de que se trata de un aprendizaje, aún busco el sentido.