El derrumbe de un perdedor, la demolición día tras día y piedra tras piedra de todo lo que alguna vez él fue o tuvo, es un dolor en carne viva que no da tregua. Daniel Parodi era el mejor criminólogo forense del país, alguien capaz de resolver los casos más complejos interpretando a los criminales. A la muerte de su mujer, a la que habían empujado a las vías del tren para arrebatarle la cartera, se suma el peor de los calvarios: ser testigo -molido a palos y amordazado- de cómo matan a su hija Zoe, de 17 años. Ernesto, un ex policía devenido librero que pronto empezará a padecer los primeros síntomas del Alzheimer, le ofrece refugio en su librería “Negra y Criminal” –homenaje a la librería de Barcelona, especializada en el género, que cerró en octubre de 2015–, donde junto a Fabián, un joven hacker, intentarán colaborar en una pesquisa asimétrica. El Lobo, el líder de una secta criminal, lo primerea una y otra vez a Parodi, un modo feroz de humillación que acentúa más la herida del fracaso. Lo que hará que la investigación se muerda la cola es un infiltrado, un personaje que revela esa condición hacia el final. En la excepcional Los motivos del Lobo (Tusquets), Liliana Escliar despliega una trama negra que pone el dedo en la llaga del mal y en los resortes que permiten banalizar la muerte. El engranaje narrativo, como un dardo semántico que se clava en las retinas de los lectores, dialoga con Jorge Luis Borges a la par que tensa el perturbador andarivel de una frase de un emblemático texto del escritor: “Que la historia copie a la literatura es inconcebible”.
“La rusita ya viene”, dice el escritor Juan Sasturain, pareja de Escliar, a quien se le ocurrió el título de la novela por el poema homónimo de Rubén Darío. El embrión de Los motivos del Lobo fue Malicia, una serie que escribió para la Televisión Pública, protagonizada por el Puma Goity, Mario Alarcón y Ana Celentano, entre otros. También para la televisión escribió los guiones de Se presume inocente y Mujeres asesinas, ambos en colaboración con Marisa Grinstein. La escritora y guionista de cine y televisión, ganadora del premio Planeta con su primera novela La arquitectura de los ángeles (2000), empieza a preparar el mate y cuenta cómo fue el pasaje del guión a la narrativa. “Tuve la suerte de poder agregar adjetivos. Un guión es un trabajo grupal; lo entregás y de ahí a lo que llega es otra cosa. Yo tenía ganas de contar la historia tal cual como pasó en mi cabeza y no como la vi en la tele. Me peleé ocho meses con las palabras, porque la trama más o menos la tenía. Pero cuando te metés con las palabras, también arrastran trama. Si en la novela dice que Parodi está en carne viva, en el guión dice triste. El guión, a nivel de palabras, es paupérrimo”, plantea Escliar en la entrevista con PáginaI12.
–Parodi lograba interpretar a los asesinos, era capaz de meterse en sus cabezas; pero deja de entender cuál es la lógica de los criminales. ¿Esto ya estaba en la serie y se profundizó en la novela?
–El encargo de Malicia fue muy sucinto: un catálogo de la maldad con un personaje que se llamaba Parodi. En el guión entramos en esta cuestión de por qué él no sabe. Hurgar en la arbitrariedad del mal te permite otra profundidad. La idea del perseguidor perseguido es lo más atractivo para trabajar. No sé cómo me las voy a arreglar con la segunda novela de la saga… El lector sabe, pero el protagonista no. Esta cosa del punto de vista para mí es super interesante. El lector siempre sabe más que Parodi, sobre todo al final de la novela. ¿Por qué es malo este tipo? Para mí esta es la pregunta, que tiene una respuesta deficiente. ¿Por qué alguien se encarga de hacer estas cosas? ¿Por qué alguien mata, roba, viola? Para mí la novedad es este mal absoluto, que lo ves ahora en el diario. Lo que en la novela podía parecer exagerado ahora quedó atrás de las noticias; hay como un avance del mal o de la aceptación del mal –aunque suena a mensaje evangelista–, que ni siquiera es inmoral porque es amoral. No importa, no hay juicio; el mal se reduce a “¡qué barbaridad!” y punto final. La banalización del mal está más vigente que nunca.
–Ernesto, un ex policía devenido librero, es clave en intentar encontrar pistas de lo que está pasando a través del cuento “Deutsches Requiem” de Borges. ¿Qué importancia tiene Borges en esta trama?
–Quise homenajear a Borges; que el personaje se llamara Parodi era una imposición genial, que podría haber conectado con (Adolfo) Bioy Casares, pero me divierte más Borges. Hubo una sinergia entre el cuento y la novela, que se fueron contando a sí mismos. Lo único que tuve que torcer, que ni siquiera fue forzado, es que uno de los personajes de la novela se llamara Funes para que entrara en el universo borgeano. Todo lo demás fue como si pasara de verdad. Aparte me dio la oportunidad de volver a leer a Borges, algo que nunca cansa.
–Hay un par de guiños literarios, como cuando Ernesto dice que Sabato odiaba la novela policial y Borges lo odiaba a él.
–La librería se llama “Negra y Criminal” y yo leo muchísimos policiales. Si me das a elegir, leería policiales porque no creo que sea un género menor ni mucho menos. Cuando la novela salió, me dijeron que era parecida a las de John Connolly, pero yo no lo había leído. Después empecé a leerlo. Y sí, se parece.
–¿En qué se parecen Parodi y Charlie Parker?
–Yo creo que en la cosa vencida de Charlie Parker, a quien también le mataron a la hija y a la mujer. Está buenísimo que me comparen con Connolly. Cuando salió La arquitectura de los ángeles, alguien dijo con muy mala onda que yo era “imitadora de (Raymond) Carver”. Y yo dije “¡gracias!”. ¿Viste cuando te quieren insultar y les sale mal? (risas).
–¿Qué le interesa trabajar con la figura del perseguidor que es perseguido?
–Todo el tiempo están como las dos caras de la moneda: perseguidor-perseguido. Ni siquiera es ponerse en el lugar del otro, porque cuando pierde su lugar llega a un vacío, en una situación en que todos sus saberes desaparecen; es como una arterioesclerosis espiritual, algo así. Todo lo que él sabía, todo su talento, que tenía que ver con ponerse en el lugar del criminal, cuando se tiene que poner de verdad en ese lugar no le sirve. El punto es la arbitrariedad, que es lo que nos jode todo el tiempo: la arbitrariedad del destino. Cuando la gente clama “¿por qué a mí?”, la pregunta es ¿por qué no? ¿Qué pasa si te eligen a vos? Me acuerdo de algo que me dijo mi sobrino en un contexto tremendo. Estábamos en el velorio de su papá, que murió de un día para el otro de un infarto masivo, y él tenía 12 años. Mi sobrino me miró y me dijo: “Y sí, tía, la suerte es loca: si te toca, te toca”… La arbitrariedad es aterradora. Ahora me doy cuenta de que esta novela es como el “lado B” de La arquitectura de los ángeles.
–¿En qué sentido?
–En La arquitectura de los ángeles yo planteaba que había tramas prestablecidas y alguien tenía que intervenir para torcerlas. En Los motivos del Lobo lo que se plantea es la incapacidad de acceder a esa trama, pero todo el tiempo aparece la pregunta: “¿por qué a mí?”. Parodi se pregunta mucho por qué a él, incluso cuando piensa que se va a morir, el alivio de la muerte funciona como un “ya está”. Pero tampoco se le da. Si el alivio a esa pregunta es la muerte, tiene que ser una pregunta que te jode mucho porque la eventual muerte no lo viene a aliviar del duelo o de las pérdidas. Lo viene a aliviar de la pregunta. La muerte es la última respuesta y casi la única.
–¿Cómo funciona el personaje del infiltrado, alguien que parece leal, pero que al fin y al cabo no lo es?
–El infiltrado es un instrumento. Como personaje me resulta super interesante porque está partido en dos lealtades y en dos amores. En el final del Padrino III, que retoma los personajes del Padrino I y aparece Diane Keaton, que era la mujer del Padrino I y están separados, ella le recrimina a Al Pacino: “vos fuiste a mi casa y le dijiste a mi papá que no ibas a hacer las cosas que hacían los Corleone”. Él le dice: “Yo no quería este destino para mí, pero es el que me tocó por lealtades”. El personaje del infiltrado es el infiltrado que se involucra, no es un tipo que está actuando todo el tiempo. Actúa con verdad y como no lo vemos en su relación con el malo, el riesgo era que fuera casi en el límite de la ex machina, que lo hubiera sacado de la galera. El infiltrado es una persona partida en sus lealtades, es tan interesante eso, ¿no? Que no sea algo monolítico. El infiltrado planta las pruebas y los lleva de las narices. Cuando Ernesto se da cuenta, dice que es “el ciego que guía a los ciegos”, porque tampoco la tiene clara y está abducido por este mal que no cuestiona.
–¿Cómo continúa la segunda parte de la saga?
–Estoy anotando cosas, porque ahora estoy con una tira para la Televisión Pública, una versión libre de “Cuéntame”, un unitario español, que la estamos haciendo con Marisa Grinstein. La próxima se llama ¿Lobo estás? y tiene que ver con la ronda y la búsqueda en el bosque. Hay algo que leí y que me gustó mucho, no sé cómo va a entrar. En el medioevo, en los Alpes, había un personaje que se llamaba Llobater, que adiestraba al lobo alfa y a su pareja. Después, a lo mejor manera mafiosa, extorsionaba a los campesinos, que si no le pagaban mandaba a atacar a los rebaños. Yo pensaba cuando escribía la novela que me estaba yendo al carajo con tanto mal. Cuando agarran a una organización de trata, resulta que hay dólares falsificados, hay armas, hay de todo… Me da miedo que resulte como oportunista la inclusión del tema de la trata, cuando en realidad fue previo. El otro día leía la novela nueva de Juan (Sasturain), que está bárbara, y me enojé por una muerte. Él me decía: “viste, rusita, yo no sabía que iba a pasar esto”. Yo tampoco; pasan tantas cosas en el día a día que es muy complicado…
–Y termina generando la sensación de que la ficción imita a la realidad, ¿no?
–Tal cual, pero la imita de una manera oportunista que no es el plan. Aunque lo escrito sea anterior, para una persona que agarra el libro la novela empieza hoy. Entonces agarra el libro, agarra el diario y dice: “¡mirá lo que hace esta mina!”. Cuando en realidad tendría que agarrar el diario de dos años atrás.
–¿Por qué la realidad, que es tan desmesurada, se vuelve ficticia?
–Tiene que ver con la espectacularidad con la que todo se convierte en anécdota. Ahora los crímenes se convierten en espectáculos, como los casos policiales devenidos películas. O Mujeres asesinas mismo, para no quedarnos afuera del señalamiento. Lo extraño, en el caso de Mujeres asesinas, es que nosotras teníamos que bajar la realidad, no subirla. Cuando empecé a escribir guiones, tenía una molécula de realidad y la tenía que tunear para que resultara ficcional. Ahora la tengo que bajar porque si veo un expediente y lo corto y pego en el guión, no me lo creen y me dicen que me fui al carajo: “mirá cómo exagerás”. La realidad no imita a la ficción, la supera. Estamos en una híper realidad total que nos impide saber qué pasó, donde las víctimas se convierten en provocadoras porque “van con pollerita corta”. Hay una perversión y una subversión de sentidos espantosa. Pero en el medio yo hago literatura, que es lo que más me divierte.
–¿Cómo hay que escribir un policial hoy?
–Ya no funciona una Agatha Christie. El mayor problema de un policial hoy es esto de quedar oportunista, quedar ñoño o parecer muy sangriento. Hay una autora francesa, Fred Vargas, que sigue una línea en la que se agarra de la mano del personaje, que no es el personaje a la manera de (Raymond) Chandler o de (Dashiell) Hammett. Tiene que haber un equilibrio entre no ser ñoño, porque te quedás atrás de la realidad, y no ser truculento, que tampoco me interesa. Igual creo que tengo el registro un poco corrido porque algunos de los que leyeron la novela me dijeron: “¡qué cosas tremendas que tenés en la cabeza!”. Pero a mí no me parece tan truculento (risas). Yo creo que uno tiene que ir como al costado. No por nada Fred Vargas elige un antropólogo o P.D. James elige una poeta. Yo me la compliqué un poco más porque elegí un psicólogo forense. Connolly, aunque elige un policía, tiene todo un mundo místico y surreal. La manera de escribir un policial hoy es separarse de la realidad, ponerse al costado. Ni arriba, ni abajo, ni encima. Al costado. En teoría es bárbaro, pero después hay que hacerlo. El papá del director Juan Taratuto, que era un gran guionista, decía que “nuestro trabajo es meter a los personajes en una caja de zapatos y ver cómo salen”. Algo de eso hay. El personaje te lleva, aunque parezca muy mediúmnico.