Después de Hiroshima y los campos de exterminio, el siglo XX conoció hasta dónde llegaba el horror que el ser humano podía alcanzar. El potencial mortífero había alcanzado su cima. Estos acontecimientos constituyeron un límite en el Occidente desarrollado y por tanto orientaron su maquinaria destructiva hacia los países periféricos. La paz mundial, la guerra fría, las luchas geopolíticas se sostuvieron en la medida en que los más vulnerables del mundo pagaran con sus vidas el frágil límite que los países hegemónicos impusieron. La posibilidad de precipitar el fin del mundo gracias al poder de la Técnica de reducir la vida a nada se incorporó al universo de la filosofía y la política.
En los últimos años la novedad trágica de la pandemia volvió a llamar a la puerta de las pulsiones autodestructivas. En esa ocasión solo algunos Estados se preocuparon por la preservación de la especie, los mercados como era lógico se dedicaron exclusivamente a sus negocios y los pueblos no creyeron que fuera necesario agradecer a la vocación salvífica de algunos gobiernos.
En cualquier caso la pandemia no solo no mejoró la supuesta disposición de la humanidad hacia la igualdad, sino que mostró definitivamente al capitalismo en su voluntad principal: reproducirse ilimitadamente más allá y por encima de cualquier circunstancia histórica.
Por ello ésta dimensión de permanente impulso expansivo e ilimitada del capitalismo ha introducido un cansancio existencial, una catástrofe vital que se expresa de un modo evidente con la epidemia mundial de la depresión. Pandemia, depresión, cansancio existencial, aburrimiento planificado y especialmente, y ésta tal vez sea la clave más importante, la confirmación de estar dominado por un dispositivo ilimitado cuando la vida del ser humano es limitada. Este límite se verifica tanto en los recursos naturales, vitales, existenciales y subjetivos de la criatura humana. Dicho de otro modo, el cansancio emerge por la plena conciencia de que el ser humano ni siquiera puede imaginar lo que actualmente sería una emancipación del capitalismo. La famosa frase que se atribuye a distintos autores: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo se ha vuelto una realidad.
Cada vez que el horror aconteció en la vida política, luego los estudiosos intentaron dar cuenta de las causas que daban cuenta del modo en que la pulsión de muerte irrumpió en el corazón del devenir histórico. Pero siempre se ha confirmado que en los tremendos episodios de las matanzas queda contorneado un resto inexplicable, un agujero insondable que señala que en ese acontecimiento hay algo sobre lo que siempre hay que volver. Se pueden agotar todas las razones geopolíticas e históricas pero la pregunta interpelante ¿cómo pudo suceder esto?, siempre retorna.
Ahora el mundo vuelve a crujir de nuevo y el espectro de un altísimo nivel de desastre se va perfilando. Se amontonan las razones geopolíticos, mientras aumenta la incertidumbre sobre dónde aparecerá el verdadero límite. La línea que no debe ser cruzada. El clima de la autodestrucción y la pregunta por si la existencia humana está hecha para sobrevivir, se impone con todo su peso.
El progresismo en sus distintas versiones mundiales tendría --o sería recomendable-- que tuviera en cuenta a esta capacidad de aniquilación que posee la sociedad capitalismo-pulsion de muerte. Especialmente sobre todo aquello que en nuestra vida en común merece ser conservado. Es el capitalismo el que no quiere conservar nada buscando solo su incesante reproducción.
La verdadera radicalidad de una posición progresista o nacional y popular consiste en defender la vida que merece ser vivida, no en un futuro lejano, sino en la de hoy o la de mañana mismo.