El Endurance --se sabe ahora-- murió de pie: la fragata de madera con velamen y motor a vapor cayó en picada 3 kilómetros y se posó en el fondo marino antártico con suavidad etérea, casi sin sufrir más daño que el de los témpanos que la habían fracturado en la superficie del mar, en octubre de 1914. El miércoles pasado --107 años después del legendario hundimiento-- dos drones submarinos descubrieron y filmaron el casco intacto con nitidez: aún se lee el nombre tallado a mano en la popa rodeado de esponjas y anémonasy se ven el camarote del capitán, botas, vajilla y el timón. La dimensión del hallazgo solo se capta conociendo el derrotero victorioso de un capitán que, en la desdicha de su peor fracaso, arañó su mayor gloria.
Ernest Shackleton había participado de dos expediciones fallidas a la conquista del Polo Sur. Luego se le adelantaron Amundsen y Scott, dos odiseas que son historia aparte. Para trepar a algún podio, el aventurero debió imponerse otra meta: ser el primero en cruzar por tierra el continente, llegar al polo como sus antecesores y seguir a la otra costa, una incierta travesía de 2900 kilómetros en trineo tirado por perros. A fines de 1914 el navegante ya bordeaba Antártida por tercera vez en la vida y su barco sufrió varaduras: hicieron 1600 kilómetros esquivando témpanos. Una mañana de febrero el mar se les congeló alrededor: estaban atrapados hasta el deshielo del siguiente año.
De mayo a julio atenuaron el ocio con fútbol y carreras de perros. Las tormentas agrietaban el barco y el 24 de octubre un témpano rompió su costillar. Bajaron las provisiones y comenzaron a arrastrar tres botes de una tonelada. Cuando los hielos se abriesen, navegarían. En dos días avanzaron tres kilómetros. Acamparon y vieron al Endurance desaparecer. “A las 5 a.m. se hundió. No puedo escribir sobre esto”, escribió Shackleton.
Nueve meses después reiniciaron la caminata con los botes. El carpintero McNish se negó y Shackleton se dispuso a fusilarlo. Pero los ánimos se calmaron y decidió acampar por tres meses más. Se comieron a sus perros y cierta noche, el hielo se abrió bajo una carpa: un hombre cayó al agua y el capitán lo rescató. El 8 de abril de 1916 el hielo en el que flotaban se fragmentó, reducido a un triángulo: se lanzaron al agua en las balsas hacia isla Elefante. En seis días atracaron, luego de casi un año y medio a flote en el hielo.
Allí nadie los rescataría. Shackleton ordenó adaptar un bote para una travesía a vela y remo a una isla de Georgias del Sur con cinco hombres. Al zarpar, un vendaval dañó la barca con “las mayores olas que vi en 26 años de mar”. Los remos se les pegaban a las manos. El artífice fue el piloto Frank Worsley, quien ya los había guiado a isla Elefante con pericia casi sobrenatural en el uso del sextante y el compás. Pero trazar una recta perfecta de 1300 kilómetros con el peor clima fue una hazaña jamás igualada. Al abrirse una ventana de cielo, él debía formar un triángulo esférico uniendo el bote, el sol --o una estrella-- y el horizonte: miraba por la mirilla el juego de espejos y ajustaba el mecanismo con los dedos hasta ver al astro sobre el horizonte, mientras balanceaba el aparato pendularmente para que el sol tangenteara. El milimétrico proceso había que hacerlo a pulso dos veces y cruzar variables. En ese bote, la complejidad fue extrema: casi nunca tuvo sol o estrellas --hubo 6 días seguidos sin medir-- y olas feroces birlaban la línea del infinito. A veces hacía tres mediciones en un mismo lugar que arrojaban datos distintos y él tenía que elegir una sola, confiando en su intuición. Determinó la latitud con sus manos y pies ardiendo por congelación: errar un cuarto de grado los hubiese arrojado a mar abierto. Worsley --acaso el mayor héroe de toda esta historia-- dio en el blanco, casi por adivinación.
En dieciséis días desembarcaron con las orejas congeladas, un milagro de la navegación. La estación ballenera quedaba al otro lado de una cordillera y el capitán inició la caminata con dos hombres, dejando a los maltrechos. A las 2 a.m. partieron y a la noche siguiente alcanzaron lo alto del valle. Debían bajar rápido: dormirse en la nieve implicaría morir. Se arrojaron por la empinada pendiente, deslizándose a la base sin un rasguño. El siguiente valle lo encararon a la luz de la luna y lo descendieron por una cascada congelada: luego de 36 horas de caminata, le tocaron la puerta a un asombrado ballenero.
Rescataron por mar a los tres hombres dejados atrás. Pero faltarían cuatro navegaciones --una por mes-- hasta que el capitán pudiese sortear los hielos hasta isla Elefante en busca de sus náufragos. El 30 de agosto los divisó con su catalejo y los fue contando mientras salían de la cabaña construida con botes: ¡Estaban los 22! Del plan inicial de llegar al polo, Shackleton no llegó a dar un solo paso en el continente.
La expedición transantártica tuvo un grupo de apoyo que navegó desde Australia a la costa opuesta del continente blanco, para dejarle a Shackleton una serie de depósitos con suministros en el último cuarto de su travesía (si no los caminantes podrían morir de hambre). El equipo desembarcó con parte del material y un temporal cortó las amarras del barco, que se averió y partió a la deriva con parte de la tripulación y un gran témpano adosado al casco, a lo largo de once meses en altamar hasta llegar a Nueva Zelanda. Diez personas quedaron en tierra casi con lo puesto. Pero llegaron a instalar parte de los depósitos que Shackleton nunca usaría. Los varados en Antártida improvisaron una tienda con una lona abandonada por la expedición de Robert Falcon Scott. Enfermaron de escorbuto y ceguera de la nieve, mientras cumplían con las expediciones hielo adentro para instalar depósitos: uno murió por agotamiento y otros dos desaparecieron en la nieve al salir a caminar. Los sobrevivientes fueron rescatados por Shackleton en persona dos años después.
De regreso en Inglaterra, varios expedicionarios murieron en la Guerra Mundial. Shackleton, a pesar de la promesa a su esposa de abandonar a Antártida, nunca dejó de pensarla: fue hacia ella por cuarta vez en 1921 sin otro plan que verla. La noche que pisó Georgias del Sur --a sus 47 años-- se le paró el corazón. Lo enterraron entre tumbas de balleneros bajo una estela que reza “Ernest Henry Shackleton. Explorer”.
El gran capitán irlandés fue el arquetipo del aventurero romántico de Antártida, un simple mortal obsesionado por un secreto magnetismo polar que lo maltrató y azotó hasta lo indecible. Nunca llegó al centro del palacio luminoso para ver el rostro de su musa, aunque los dos hombres que se le adelantaron --Amundsen y Scott-- dijeron que ahí no había nada: una planicie blanca. Pero él volvió y volvió. A la larga, sería el único en conquistar para siempre al continente que lo enloquecía como una femme fatale, al costo de ofrendarle sus huesos.
El mar de Weddell es la tumba del Endurance. El experimentado arqueólogo marino MensunBound --jefe de la reciente expedición-- declaró que “este es el mejor naufragio de madera que yo haya encontrado, en un increíble estado de preservación” (las imágenes no difieren mucho de las realizadas por Frank Hurley, fotógrafo de Shackleton). Esto era más o menos esperable por lo frío de las aguas. La expedición científica aprovechó un inusual “buen clima” --que igual fue tortuoso entre témpanos pegados uno a otro cubriendo gran parte de la superficie del mar-- para ir “peinando” el fondo marino con un sonar en un área 240 km2 durante de dos semanas. Lo encontraron con los mástiles caídos pero con su estructura en pie. Luego enviaron cámaras submarinas, allí donde un buzo no podría llegar jamás. El hallazgo sucedió 6 kilómetros al sur del último registro de ubicación hecho por Frank Worsley. El costo de esta búsqueda fue de 10 millones de dólares aportados por un donante secreto.