La Unidad Penitenciaria 2, comúnmente conocida como Villa Devoto, era una cárcel de hombres que albergaba a cientos de presos comunes. Entre 1975 y 1982 se concentró allí a las prisioneras políticas de todo el país.
El maltrato del Servicio Penitenciario Federal para con los alojados en esos años era conocido en todas partes dentro del penal y seguramente llegaba a oídos de los familiares. Algunas compañeras habían presenciado desde las ventanas de sus celdas las palizas que les daban o la manera de encerrar a un preso en una especie de jaula grande y hacer que otro u otros le pegaran. No era difícil de imaginar el odio que esos abusos debían provocar en los reclusos, un odio que un día podría convertirse en un huracán incontenible. Presentíamos que la situación podría estallar pero no sabíamos cómo. Pensábamos que ellos contenían con sabiduría las ansias de rebelión porque sabían con qué bueyes araban. Las autoridades del penal se habían endurecido hasta tal punto que una sola sospecha de insubordinación podría resultar en severísimos castigos. El jefe de seguridad del penal era entonces Horacio Galindez, un hombre nefasto que impartía terror con su sola presencia. Nadie osaba mirarlo a la cara, nadie podía prever lo que era capaz de hacer.
La mañana del 14 de marzo, a eso de las nueve, nos sacaron al patio para el recreo externo. Habían pasado unos diez minutos cuando vimos llegar a dos celadoras de requisa, quienes conversaron acaloradamente con las que estaban vigilándonos. Inmediatamente se nos dio la orden de formar fila y, a la carrera, nos hicieron retornar a los pabellones. Al subir las escaleras que conducían al segundo piso de planta pudimos ver a la distancia uno de los edificios que alojaba a los presos comunes. Entre el humo intenso que ya cubría todo advertimos que miembros de la fuerza de choque del Servicio Penitenciario estaban apostados sobre los techos con rifles en sus manos. Fue solo la visión de unos segundos, pero suficientes para que nuestro ánimo se llenara de congoja. Una vez dentro de los pabellones, nos invadió el silencio. Por varias horas ninguna celadora respondió a nuestros llamados ni escuchamos ruidos en la celaduría, por lo que asumimos que no había quedado nadie allí. El miedo a las represalias y a las excusas falsas que habían permitido en otras ocasiones acabar con la vida de militantes que “por error” habían quedado vivos en las cárceles, nos hacía conjeturar sobre los hechos que habíamos presenciado. Así pasó el día sin ninguna noticia que nos permitiera comprender los motivos de la tragedia acaecida. Cuando por fin regresaron las celadoras y se restableció la rutina, parecía como si órdenes superiores les hubieran sellado la boca y no pudimos obtener ni un solo dato del suceso. Esa noche no fue mejor que el día porque la falta de información hizo crecer la incertidumbre con el paso de las horas. Y llegó la hora de dormir sin que hubiéramos podido descifrar algún signo del misterio que nos rodeaba.
Al día siguiente no habían quedado ni rastros del acontecimiento y se retornó a esa cierta “normalidad” carcelaria. Incluso, hubo visita regular de familiares, lo que nos devolvió en parte la paz mental. Cuando las compañeras que habían tenido visita regresaron a los pabellones, nos golpeó con fuerza la noticia que trajeron: la noche del 13 de marzo había habido problemas entre un guardia y un preso que se negó a apagar el televisor a la hora indicada ya que todos querían ver el final de un programa. Un incidente menor pero representativo de la inflexibilidad de los guardias y del deseo de rebelión que germinaba en todo el grupo. A la mañana siguiente, cuando la guardia vino a llevarse al “desobediente” para castigarlo, el pabellón en pleno se rebeló obstaculizándoles la entrada y prendiendo fuego a los colchones a fin de que se les permitiera salir al patio. Pero la orden del jefe de seguridad Galindez de abrir las puertas nunca llegó. Entre los gritos y ruegos, el fuego fue alcanzando a los amotinados ante la vista impasible de los guardias, convertidos en testigos inconmovibles de la horrenda hoguera humana donde los presos luchaban contra las llamas y el humo. Las noticias del día 15 de marzo decían que unos 61 reclusos habían muerto y otros 85 estaban gravemente heridos, algunos con el 60% de sus cuerpos cubiertos con quemaduras de tercer grado. Se decía que había sido el motín más grande –y más desgraciado, sin duda— en la historia de la Argentina. Nadie lo ponía en duda. Y quienes conocíamos desde adentro el accionar cruel de la junta militar y sus aliados, podíamos certificar que lo ocurrido en el penal de Villa Devoto iba acorde con el espíritu avasallador de quienes no sentían ningún respeto por la vida de los otros.
Se nos hizo un nudo en la garganta. Pasmadas, tratábamos de elaborar la magnitud de esa tragedia. Un silencio mortal reemplazó las charlas habituales. Cada cual reflexionaba sobre los hechos intentando entender el grado de inhumanidad de esos guardias despojados de principios morales, de sentimientos. De repente, como surgido de las sombras que ya caían sobre la cárcel, se escuchó el grito de una compañera desde la ventana de otro pabellón: “Compañeros, hemos sido testigos de esta tragedia y nos comprometemos a hacer pública esta denuncia”. Nos abrazamos. Sabíamos que esa era nuestra obligación y así lo haríamos. Entonces, desde otro rincón del penal, con la voz entrecortada por la emoción, nos llegó la respuesta: “Gracias compañeras”. Las tensiones aflojaron dando paso a un largo llanto.
Hoy, a cuarenta y cuatro años de tales eventos, rescatamos esa historia como memoria y homenaje a los caídos y afectados por dicha tragedia. Y por extensión, va nuestro homenaje en este mes de marzo a nuestras compañeras y compañeros que, como aquellos reclusos de Villa Devoto, también sucumbieron en centros clandestinos bajo el sadismo y la crueldad de los uniformados.
*Ex presa política.