Sonaron injustos y crueles los abucheos que Lionel Messi recibió el último domingo de parte de los hinchas del París Saint Germain. Desde que su nombre fue anunciado en público hasta la última pelota que tocó en el partido ante Bordeaux, el supercrack rosarino fue apuntado por los ultras parisinos como uno de los grandes responsables de la eliminación que su equipo sufrió ante Real Madrid en los octavos de final de la Champions League.

Cualquiera que haya visto ese gran espectáculo sabe que no fue así y que, sin llegar al nivel fulgurante de Kylian Mbappé, Messi estaba jugando muy bien hasta el derrumbe psicológico y futbolístico que el PSG sufrió tras el clamoroso error de su arquero Gigi Donnaruma en el gol del empate del Madrid. Después, se evaporó como el resto de sus compañeros. Pero no es el propósito de estas líneas reabrir discusiones sobre un partido que se jugó hace cinco días, pero cuyas repercusiones se extenderán por bastante tiempo más.

En todo caso, se trata de ratificar una impresión: los divos del fútbol como Messi (y como Neymar que también fue señalado por la multitud) no son intocables. Y al momento de las grandes decepciones, deben dar la cara antes y más que cualquiera para procesar el legítimo descontento de los hinchas. Sus extraordinarios contratos, sus privilegios y el masaje cotidiano que reciben sus egos poderosos tiene esta ingrata contraprestación: son los primeros y mayores destinatarios del enojo de las tribunas cuando las cosas no salen bien o los objetivos no se cumplen. Y nadie debería darse por sorprendido.

Desde que en 2015 conquistó por última vez la Champions, Messi ha perdido series increíbles con el Barcelona (en 2018 ante la Roma y en 2019 ante Liverpool) y jamás el Camp Nou le hizo ningún tipo de reproche. Era un símbolo del club que había ganado muchas veces y al que se le debía respeto y admiración. Y eso es lo que ahora no sucede. Messi no tiene historia ni inserción emocional en el PSG. Para los hinchas ofuscados no es más que una estrella costosa a la que se lo contrató para darse el gusto de ganar la Champions. Y como esa meta quedó demasiado lejos y de muy mala manera, se lo enfocó como el rostro mismo de la frustración. Aquel sobre el cual debía volcarse todo el peso de la rabia, la bronca y el sinsabor.

Para ser una celebridad del fútbol, también hay que morder y digerir el pan amargo de las derrotas. Messi lo hizo muchas veces con la Selección Argentina. Y en mucha menor medida con el Barcelona. Pero nunca tuvo que soportar que lo abuchearan cada vez que tocaba la pelota. O que aparecieran pintadas en su contra en las paredes de la ciudad. Toda esa descarga negativa suena abusiva e injusta para quien es uno de los más grandes jugadores de la historia. Pero los hinchas tienen razones que la razón no entiende. Les asiste el derecho a la queja. Pasa en todas partes del mundo. Pasó este domingo en París.