Estaba en la cocina, domingo crepuscular, haciendo una ensalada (los inútiles culinarios hacemos la ensalada, lavamos los platos y miramos Masterchef), cuando de golpe, del fondo de la breve historia de la catástrofe de los dos últimos años, subió esa puntada de ansiedad y náusea dulce que tantas veces había sentido en esa misma cocina que conecta con el balcón, a eso de las nueve de la noche, cuando sonaba el himno y poco después un puñado de vecinos se asomaban a sus respectivos balcones y salían a aplaudir.

La verdad es que, en mi cuadra, esa costumbre sostenida por un grupo pequeño (más numeroso al comienzo, pero nutrido de agazapados cambiemitas que fueron abandonando de a poco el aplauso para sumarse a los caceroleos y las marchas libertarias) se mantuvo durante bastante tiempo, más que en otros puntos de la ciudad. Ahora, exactos dos años después, cuando el encierro se resignificó, cuando mucha gente, si le decís lo de los aplausos ni se los acuerda o ni se los quiere acordar, cuando las secuelas psicológicas de la pandemia se arraigaron profundamente en aquellas personas que no se rindieron al goce sádico de la negación permanente de la realidad, yo, que las vengo eludiendo, quizás porque puedo ejercer libremente la manera de hacer las transiciones entre lo anterior y lo actual, combinar lo cotidiano de un modo más dúctil que otros trabajadores, sentí esa misma punzada/ puntada, tuve esa misma sensación que me anillaba el cuerpo por dentro, me lo recorría, y se desconectaba mágicamente cuando pasaba de la garganta en raudo viaje hacia el cerebro, la mente. Me vino a la cabeza, entonces, esa misma frase que me repetía un domingo de aquellos, cuando calculaba el momento exacto entre rallar la zanahoria y salir a sumar mi breve presencia en el momento culminante del aplauso: “Hay que estar preparado para cualquier cosa”. En este mes de marzo de 2022, a dos años de cuando todo empezó, sigo creyendo que hay que estar preparado siempre para cualquier cosa, para cualquier clase de cosa, y no solo me refiero a la nueva poética adquirida del respirador y el barbijo, a las novelas distópicas sobre la pandemia que van a venir, o acaso ya no, acaso ya fue y volverán los oscuros novelistas a dedicarse a los más clásicos vampiros o zombis. Me refiero también y, sobre todo, a que la guerra en curso –pueden llamarla o no mundial, pero indudablemente es global y ya está globalizada- es entre muchas otras cosas la puesta en marcha de una maquinaria impredecible.

Si al país que fue pionero en buscar la vacuna contra el coronavirus, una vez que la pandemia parece estar bajo control gracias a esas mismas vacunas, se le ocurre generar condiciones para una guerra global ¿qué podemos esperar del futuro de la humanidad? Y no le cargo las tintas exclusivamente a Putin ni opino sobre un conflicto cuyos entretelones geopolíticos me abruman. Le cargo las tintas a los líderes –uno de ellos es Putin- y a las sociedades que de pronto se enganchan con un nacionalismo trasnochado, o con quienes hablan alegremente de Rusia como un imperio dormido y de Estados Unidos como un gigante en decadencia y hasta se animan a internarse en la idiosincrasia china y especulan acerca de cómo ellos piensan en el futuro y no en el presente. Con una mano en el corazón: ¿Qué sabe nadie en un mundo donde se instaló, como única certeza, la incertidumbre?

Hace dos años, y por varios meses, todos comprendimos que cada uno, como podía, debía encerrarse a contarse cuentos del Decamerón al calor de un fogón real o imaginario. Esos cuentos eran directa o indirectamente, eróticos. Evocaban aventuras picarescas, anécdotas graciosas y vitales con campesinos, monjas, jardineros, príncipes. Convocaban a Eros en medio del imperio de la muerte. No eran historias de guerra, aunque afuera sí había una peste. Imaginábamos una liberación asociada al movimiento, el sol del verano, los ríos y el mar, los encuentros y la gastronomía. Y así fue. Pero ya nos habían ganado de mano la legendaria "batalla cultural".

Durante dos años, un grupo de personas conectadas de manera silenciosa e insidiosa logró diseminar por todo el planeta otra forma de ver las cosas, otra manera de imaginar cómo iba a ser esa “nueva normalidad”. Se dedicaron a convertir la vida en un infierno agitando el descontento y la negatividad, reivindicando decir y hacer cualquiera en cualquier momento y circunstancia, en nombre de su narcisismo primitivo e infantil al que dieron en llamar Mi Libertad.

Convirtieron la vida en un infierno y en un paraíso de negación. Habitamos, efectivamente, un infierno que ha tomado la forma de un páramo, la forma de un desierto donde vagamos sin sentirle mucho gusto a las cosas, pero por reflejo de los viejos hábitos, por compulsión o por seguir la corriente, nos zambullimos en la vida como parece que lo hacíamos antaño, sin darnos cuenta de que ninguno de nosotros es el de antes. Creemos que sí. Pero todos cambiamos demasiado y no queremos admitirlo.

Que el mundo esté sumergido en una guerra o cuasi guerra mundial después o en el declive apenas de una pandemia, es una muestra cabal y perfectamente monstruosa de que la irracionalidad agitada como la nueva bandera política de los apolíticos, triunfó en toda la línea, en todas partes. Lo irracional no es nunca la guerra en sí misma, sino ese momento tan previo como largo, cuando las partes en conflicto se autoconvencen de que la única salida al conflicto es mediante la violencia. Así sucedió hace más de cien años con la Primera Guerra Mundial, más allá de quién la declaró, y desde entonces sigue siendo así o algo bastante parecido a ese formato del mundo anterior. 

Creo que terminaré de hacer la ensalada y ahora que después de haber podido ponerlo en palabras la punzada de la náusea dulce se va retirando de mi cuerpo, saldré al balcón a aplaudir al fantasma de lo que fuimos dos años atrás.