Arturo Bonín no era un hombre ajeno a su tiempo. Y para él la actuación y el compromiso social no eran acciones que pudieran escindirse. “Siempre quise ser testigo de mi época”, decía. Y a lo largo de su trayectoria actoral se encargó de refrendar esos dichos sobre el escenario con plena conciencia de que el teatro podía ser un canal propicio para llamar a la reflexión y promover el debate.

“Siempre me interesó la historia en el teatro, un juego colectivo que ayuda a despertar dudas o incógnitas”, sostenía el actor para explicar el motivo que lo llevaba a embarcarse en distintas obras en las que la dramaturgia ahondaba en temáticas de contenido histórico y político. “Me gusta involucrarme en proyectos que reflexionen sobre lo que nos pasa. Si uno no puede contar quién es o quiénes somos, y si como actor no puede dejar eso plasmado en una obra o en una película, nuestros hijos y nietos no van a saber quiénes son ellos. Lo entiendo así, como una forma de herencia”.

Así se expresaba Bonín, en diálogo con Página/12, y en el marco del estreno de una obra que lo tenía como protagonista: Illia. ¿Quién va a pagar todo esto?, pieza de Eduardo Rovner en la que interpretaba al ex presidente, dirigido por Alberto Lecchi en el Centro Cultural 25 de Mayo. Era 2009, y el intérprete no le escapaba a los análisis de coyuntura. “No soy radical ni peronista, aunque en este momento acepto la posibilidad que abrió este gobierno de discutir una ley como la de medios. Me parece de gente adulta plantear el cruce de opiniones y modificar cuando es necesario. Soy una persona a la que le interesa el país y su historia”.

De igual manera, en 2017, con el macrismo en el gobierno, Bonín dirigía en el Centro Cultural Caras y Caretas una obra de Guillermo Salz, Un minué para el desierto argentino, que ponía en escena el singular encuentro entre Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento. Y en la misma línea de enlazar pasado y presente, el artista declaraba: “Tengo la sensación de que hoy estamos como cuando Roca estaba por asumir la presidencia, que es cuando ambos personajes se encuentran en la obra. Hoy se está instalando un gran sentido unitario. Y hay una militarización muy fuerte: el otro día escuché acerca de un informe sobre la compra de armas a Estados Unidos y nuestra relación con países que están en guerra. Por otro lado se está volviendo al formato de país productor de materias primas. Por eso digo que me parece que estamos como en 1880”.

Arturo Bonín no se callaba, y en 2018 eso le valió la censura de uno de sus trabajos: Ver y no ver, que iba a estrenarse en Córdoba y en la que iba a actuar junto con Graciela Dufau y Jorge D´Elía. El productor Maximiliano Pita había pedido al elenco no hacer declaraciones políticas, y decidió levantar la obra de manera unilateral cuando Bonín se expidió respecto del despido de Víctor Hugo Morales de C5N haciendo alusión a “la falta de pluralidad de voces”. “Se ataca a la diversidad de voces, hemos perdido calidad en el rol del Estado, dije eso, nada más”, manifestó en su defensa el actor, pero la obra no llegó a levantar el telón.

Era natural para un artista como él incomodar en el mejor de los sentidos. No le interesaba la corrección política de turno, y por eso también supo estar al frente de una película ícono en el tratamiento de la diversidad sexual: Otra historia de amor, dirigida por Américo Ortiz de Zárate en 1986, y donde el personaje de Bonín establecía una relación amorosa con otro hombre (interpretado por Mario Pasik).

“Es la primera película con temática gay con un tratamiento serio, una mirada no reprobatoria, no jodida. Plantea otra forma de vivir la vida gay distinta a la promiscuidad, la sordidez o la delincuencia que eran las maneras en que aparecía antes”, afirmaba al suplemento Soy en 2016. Y es que 30 años después de ese hito cinematográfico Bonín volvía sobre la temática pero en el teatro independiente, en Timbre 4, con Tarde, donde asumía el rol de padre de un hijo gay. “Quizás ya algunas cuestiones no aparecen indecibles como antes pero subyace cierto rechazo del padre al hijo. Hay prejuicios que perduran más allá del avance de las leyes y de los derechos conquistados”, aseguraba.

No era un hombre de fe religiosa. “Nunca me tentó la mística. Yo no creo que haya nada más grande que el hombre. Si tengo que encontrar a Dios lo encuentro en un tango de Piazzolla, en un cuadro. Todo tiene que ver con el hombre. No creo en un orden superior. Creo en eso que dijo Robert De Niro en una entrevista: `Si existe Dios me va a tener que dar unas cuantas explicaciones’. La Iglesia y la Biblia fueron creaciones. Alguien impuso el concepto como surgieron los clubes de fútbol o los partidos políticos”. Así explicaba su relación con la religión, porque en los últimos años su trabajo estuvo fuertemente atravesado por ese tópico. Precisamente, una de sus últimas apariciones teatrales fue en Un instante sin Dios, oscuro thriller de Daniel Dalmaroni en el que se puso en la piel de un sacerdote que escondía turbios secretos. Y curiosamente (o no), un personaje similar es el que interpretó por última vez en la pantalla chica, donde fue Ciro, el ultraconservador obispo de la tira de Polka La 1-5/18, siempre dispuesto a reivindicar la peor cara de la Iglesia Católica.