Cuando Lucio V. Mansilla, sobrino de Rosas e hijo del vencedor de la Vuelta de Obligado, estaba disfrutando del triunfo de su seducción y escribía incesantemente lo que fueron sus semanales “Causeries”, una especie de gran lupa enfocada sobre lo que veía en esa sociedad que empezaba a tener pretensiones (Guido y Spano escribía ¡Qué me importan los desaires/ con que me trate la suerte! Argentino hasta la muerte/ he nacido en Buenos Aires”), al mismo tiempo ejecutaba una especie de sociología o psicología siguiendo más que un saber que se estaba consolidando unas ocurrencias que resultaban graciosas. Expuso sus, por así llamarlas, “teorías”, en el ensayo sobre Rosas, un hueso duro de pelar; Rosas era su tío pero había sido un notorio dictador y, cuando Lucio V. era adulto, tomó distancia de él hasta formar parte de la “elite” postrosista tanto en lo político como en la literatura; su pensamiento, probablemente, iba por el lado del progreso y lo europeo, en suma no fue “rosista” aunque no renunciara a sus recuerdos infantiles.
Se lo recuerda con agrado; su elegancia, su personal prosa, su mundanidad, le brindaron todas las satisfacciones y reconocimientos que se podrían desear. La excursión a los indios ranqueles se sigue leyendo, se lo sigue estudiando, recientemente Natalia Crespo rescató artículos que no habían sido incluidos antes en sus libros; en suma, sigue vivo. Pero creo que no se ha puesto demasiado énfasis en las curiosas categorías con las que consideró la figura de su célebre y discutido tío. Tales categorías, que no se pueden tomar demasiado en serio, le deben algo a las obras de Gustave Le Bon (Psicología de las masas), muy divulgadas en su época, se diría que tienden a comprender la personalidad pero cuya designación resulta divertida. Señalaba que las personas poseían determinados órganos que no eran físicos sino caracterológicos, por ejemplo el órgano de la “agradabilidad”, o el órgano de la “agresividad” o el de la “susceptibilidad” y así siguiendo. No tengo el libro a mi alcance ahora, cuando estoy pensando en esto, de modo que improviso pero creo que se comprende el concepto que, por otra parte, además de aventurado, lo que importa poco tratándose de Mansilla, es algo chistoso.
A propósito de esta ocurrencia, que emerge del arcón de mis recuerdos de lectura, se me ocurre algo semejante pero verbalmente menos estrepitoso; pienso no en el “órgano de la adaptabilidad” sino en la “adaptación” como un mecanismo, tal vez psicológico, tal vez de otro orden, que se presenta en muchísimas situaciones de la vida. Y lo primero y elemental que se puede decir es que hay personas que se adaptan y otras no, pero antes conviene apuntar que adaptarse quiere decir enfrentarse con una situación ajena y admitirla y, luego, apropiarse de lo que significa, obedecer sus mecanismos o hábitos o maneras de pensar y hasta lo que se designa como cosmovisión: el que se adapta decide ser otro sin dejar de ser uno mismo.
El ejemplo más al alcance de la mano sería el del inmigrante: llega a un país del cual ignora todo, observa y al tiempo se hace cargo de cómo proceden los demás, actúa como los demás, sigue sus leyes y comportamientos, se hace cargo de su moral, aprende su lengua y termina por adquirir los derechos de los demás así como cumplir con sus obligaciones, etcétera. Pero no todos, hay quien se resiste, no quiere adaptarse, es lo que se designa como un “inadaptado”, con todos sus matices: desde simular que se adapta –notoriamente los judíos en la España inquisitorial- o convertirse en una secta - los mormones serían un relativo ejemplo-, hasta actuar contra las leyes, crimen, robo y concomitantes. Pero esta oposición entre adaptados e inadaptados se cierra en sí misma, da lugar a una calificación y ahí parece terminar la cosa. Creo que no, hay, creo, mucho más; sin ir más lejos, sería igualmente un inadaptado quien rechaza el orden vigente e intenta modificarlo y aun cambiarlo: ¿Lenin y Trotsky era inadaptados? ¿Los anarquistas son inadaptados? Sí desde el punto de vista del zarismo, no de una lógica de cambio, no de un rechazo a un orden que se considera injusto, degradante, inhumano.
En el orden personal, creo que sabemos cómo funciona: quien llega a un puesto de trabajo, por primera vez, se adapta a las normas en curso; las puede aceptar plenamente o bien las puede modificar, esto es corriente y normal y no se ve cómo podría ser de otra manera; también puede fingir que se ha adaptado pero con la intención de aprovecharse de lo que, gracias a eso, se pone ante sus ojos. Esta situación es poco interesante; más es quien al adaptarse se fusiona con aquello a lo que se adapta: “París bien vale una misa” declaró, y lo llevó a cabo, quien fue Enrique IV, olvidando deliberadamente, claro que un poco a la fuerza, sus compromisos del pasado. Digamos, de paso, que las conversiones históricas, judíos, protestantes y otros, son modos de la adaptación, por convicción o forzados, el resultado es el mismo.
De modo que ya tenemos una esquemática clasificación extensible a cualquier situación en la que por voluntad propia –convencimiento de la necesidad o conveniencia de la adaptación- o ajena –periodistas que deben seguir la línea de los directores del medio- determinan la adaptación. Algunos pueden encontrar satisfacciones o recompensas aunque no haya más remedio que hacerlo, otros vivirán como almas desdichadas una situación que no habrían elegido.
Pero la dinámica de este movimiento no se detiene ahí. Puede ser que haya que considerar la calidad de la adaptación; si los migrantes centroamericanos siguen poniendo sus ojos y sus cuerpos, y afrontan toda clase de dificultades para ingresar a los Estados Unidos, es porque, en principio, consideran que pueden encontrar ahí condiciones de vida mejores y, si lo consiguen, no tienen problema en adaptarse al nuevo y soñado país.
Muy diferente es el caso, nada raro, de quienes lucharon toda una vida por ciertas ideas y, decepcionados o traidores, se adaptan a las de los que antes eran los enemigos: ¿no es el tema del colaboracionismo en la época de los nazis? ¿No es la opción de los radicales, socialistas, trotskistas, stalinistas al adaptarse al peronismo? Pero, sin llegar a eso, ¿es lo mismo la búsqueda de pasarse al otro lado que después de haber gastado años de vida en una facción política la abandonan y se adaptan a la ética, o a su falta, de los que encarnarían la crudeza del sistema que otrora era tan opresor?: el libro de Isidoro Gilbert, La Fede, nos proporciona multitud de casos de adaptaciones que podemos llamar existenciales: militantes comunistas o trotskistas o socialistas, lo que sea, de pronto aparecen, ya no en el peronismo sino en las filas burguesas, por llamarlas así, poniendo todo su saber y experiencia en combatir lo que previamente consideraban enemigo. Se sigue recordando el episodio del secuestro de los hermanos Born, una operación de los Montoneros en 1974: uno de los operadores fue Rodolfo Galimberti que no mucho después entró a trabajar en la empresa Bunge y Born y siguió ahí hasta su muerte.
Hay diversas maneras de adaptarse, unas comprensibles, otras repulsivas, muchas en el plano individual, otras en lo colectivo, los resultados pueden evaluarse. El tema es inagotable y atraviesa la vida entera y, en ocasiones, perturba la existencia de la sociedad: no puedo dejar de considerar, en este aspecto cómo, en la época de Menem, la conducción del país declaró, muy orgullosamente, “relaciones carnales con los Estados Unidos”, cómo el gobierno macrista encaró las relaciones con el Reino Unido a propósito de las Malvinas y con el F.M.I., a cambio de préstamos tremendos y oscuros y, por fin, en un plano acaso más general, la entrega intelectual y práctica a lo que se llama “neoliberalismo”, a cuyos principios se adaptan gobiernos, diarios y sujetos que renuncian a una identidad y a una inteligencia.