Las peleas en mi casa eran casi siempre por la plata. Mi mamá le decía a mi papá que lo que le dejaba ese día no le alcanzaba ni para la mitad de las compras y mi papá le decía que no podía dejarle más, y ella le respondía que había visto que en el bolsillo del pantalón tenía y él que esa plata era de un cliente que se la adelantó para comprar un repuesto y entonces ella le detallaba las cosas que necesitaba para la comida y para la escuela y mi papá se agarraba la cabeza diciendo que no podía dejarle más, que qué quería que hiciera, que saliera a robar y una vez hasta le dio un puñetazo a la pared y se puso a llorar. Y mi mamá también lloraba y también lloraba yo, que los miraba desesperado porque no podía evitar que se pelearan a los gritos y porque no me decidía a darles la plata que tenía ahorrada, la que me había dejado mi abuela para mi cumpleaños. Pero al final iba a buscar el billete rojo de 10.000 pesos, al que le decíamos de un millón, y se lo daba llorando a mi papá para que se lo diera a mi mamá y entonces ellos me miraban, se miraban y me decían que no, que la guardara, que era mi plata. Y mi papá se iba a trabajar y mi mamá se metía en el baño para lavarse la cara.

Yo no entendía por qué se peleaban así por la plata. No éramos pobres como los que venían a golpear la puerta a cada rato pidiendo pan, señoras descalzas con nenes sucios que moqueaban y en la cara se les notaba el surco antiguo de los mocos. Mi papá tenía un auto, viejo y todo roto (una vez, bajando el viaducto vimos pasar una rueda rapidísimo y desde otro auto nos tocaban bocina para avisarnos que la rueda se le había salido al auto de mi papá), pero era uno de los pocos que tenían auto en el barrio. Y aunque nunca me compraban las Adidas que yo quería, tenía unas zapatillas Kempazo que estaban buenísimas porque se llamaban así por Kempes y Kempes era el goleador del Mundial.

El auto era un Chevrolet negro con techo amarillo, había sido un taxi de mi papá. Mi papá había sido taxista y antes había trabajado en una fábrica textil, pero ahí ya no trabajaba más. Me acuerdo una tarde cuando lo acompañé a una oficina del centro donde le habían dado un montón de tocos de billetes y me dijo que era porque había vendido la chapa y a mí me parecía increíble que tanta plata se la dieran por unas patentes amarillas de metal. Antes habíamos tomado café con leche en el bar El Cairo, con bay biscuits, porque medialunas a la tarde no había más. Y después fuimos a un edificio viejo que quedaba a la vuelta, una oficina con un montón de carpetas y libros y papeles y un escritorio de madera con una lámpara amarilla encendida al cuete, porque lo que iluminaba todo era la luz alta del techo. Esa plata era para terminar de pagar el departamento así lo podían escriturar. Así que mi papá tenía un auto y mi mamá una casa que era de ellos y comíamos todos los días y los sábados a la noche había pizzas o empanadas y una botella de Coca Cola de litro, además. No, no me parecía que fuéramos pobres.

Pero mi mamá le mostraba las boletas que había que pagar y le decía las cosas que había que comprar y empezaba a notarse como una desesperación que primero los sacudía a ellos y después a mí que los miraba y no sabía, no entendía cómo esos papeles los ponía tan mal si después íbamos al banco y mi mamá llevaba las pulseritas y las cadenitas de oro para que le prestaran plata y al final pagaba todo y no nos cortaban ni la luz ni el gas.

Me acuerdo de una noche que había fiesta en el club y estábamos contentos porque habíamos ganado la canasta familiar de la rifa y era de noche y justo a esa misma hora estaban entrando al taller de mi papá para robarle todas las herramientas. Así que a la mañana otra vez con las caras largas y la sensación de que la buena suerte era una farsa y que si venía era porque atrás esperaba la mala para dar un zarpazo peor.

A mi papá a veces le pagaban con cosas de almacén, cuando hacía reparaciones en algún local. Y los dos estaban de acuerdo en que estaba bien así, porque había que guardar comida, y además si le pagaban con plata, al otro día ya valía la mitad. Fideos, harina, aceite, latas, arroz, todo lo que no se echara a perder, porque había peligro de guerra con Chile y no se sabía lo que podía llegar a pasar. De noche teníamos que cerrar las ventanas y apagar las luces porque se hacían simulacros de bombardeos aéreos y decían que si te veían alguna luz prendida los aviones te tiraban con bolsas de arena que reventaba los techos y las ventanas. Yo nunca escuché que pasara ningún avión, la verdad.

Después vino la guerra en serio, y unos días antes se había muerto mi abuela y esa fue la segunda vez que lo vi llorar a mi papá. Me acuerdo de una tarde que estaba leyendo Mi Planta de Naranja Lima y el libro me hizo llorar a mí. Pero yo sé que, además de por el libro, lloraba por mi abuela, por la guerra, y también lloraba porque me acordaba de las lágrimas de mi papá.

Cuando estaba por volver la democracia, en la básica de enfrente de mi casa pasaban la marchita todo el día y la canción de Piero que decía para el pueblo lo que es del pueblo, porque el pueblo se lo ganó y había como una alegría nueva en el barrio y en la básica, donde había fotos de Perón a caballo y de Evita como una princesa y el Gordo me contaba todo lo que ella había hecho por la gente, y que estaba muerta pero que vivía Isabel y yo creía que Isabel era tan buena como Evita y entonces yo era peronista y me sabía la marchita y saqué la canción de Piero con la guitarra y después la cantaba en la escuela y todos se la sabían y yo me moría de ganas de ser grande para ir a votar.

Un vecino me prestaba la revista Humor, y yo la leía de punta a punta porque estaban pasando demasiadas cosas raras y quería entender, aunque sea con dibujitos, lo que eran los Falcon verdes, Martínez de Hoz, Videla, Galtieri y el Fondo Monetario Internacional.

La noche de la elección no hubo fiesta. Ganó Alfonsín y las caras tristes en el barrio otra vez y en mi casa decían que estábamos condenados a que nos falte la plata siempre, que debíamos no sé cuánto al FMI y nunca nos iban a soltar, que esto no se arreglaba más, y yo pensaba que las madres con sus hijos mocosos seguirían golpeando puertas para ver si alguien les daba pan, que los padres de todos pelearían por las cosas que no se podían pagar y que nunca podría conocer la misma felicidad de mis viejos cuando eran chicos y gobernaba Perón.

Pero resulta que la deuda se cancelará. Un gobierno peronista la pagará. Para entonces yo tendré la edad de mi papá y durante mucho tiempo, más de diez años, tendremos regalos todos los cumpleaños y paquetes para todos en navidad; serán muchos menos los que pidan comida, pocos o ninguno va a golpear una puerta buscando pan, y los menos pobres podremos comprar helados sin preocuparnos por la boleta de la luz o el gas.

Por qué, entonces, dejaremos que vuelvan los dañinos que nos quieren tristes y los van volver a llamar; y por qué después un presidente peronista aceptará que paguen con penas los que de esa plata adeudada no tocamos una moneda jamás, que los pobres seamos cada vez más pobres, que nos siga robando la alegría el Fondo Monetario Internacional. Creo que ni cuando sea grande me lo voy a poder explicar.