Grandes e imponentes esculturas blandas, de ovillos que componen sinfonías cromáticas. Largos cortinados, cascadas y toboganes de algodón, lino o lana, teñidos para hacer vivir el color en tres dimensiones. Composiciones pequeñas y abstractas, tejidas a diario en un telar en miniatura (que lleva consigo hace más de 50 años, para probar nuevas técnicas o simplemente para meditar). Así es el notable, ecléctico trabajo de Sheila Hicks, que eleva por las nubes el arte de dibujar en el espacio. “Me urge hacer danzar las líneas de colores”, dice esta mujer con inusitado talento para tejer, envolver, anudar y ensamblar obras tan inclasificables como imponentes, a las que a veces suma conchas, plumas, tallos de cereza. “El lenguaje de los hilos es vasto, es universal. Los hilos tienen memoria, y con hilo podés hacer de todo: prendas, pasamanería, alfombras…”, destaca con palpable entusiasmo quien, a sus 87 años, es tenida como referente absoluta, de las más grandes artistas y escultoras textiles.

Escalade Beyond Chromatic Lands, 2016–17

Por estos días, Hicks ultima los detalles de Off Grind, una mega exhibición en solitario que inaugura el 7 de abril en el museo Hepworth Wakefield, en West Yorkshire, Inglaterra. En curso hasta fines de septiembre, la muestra promete presentar más de 70 creaciones suyas, abarcar múltiples facetas: desde instalaciones a gran escala que caen desde el techo hasta el piso, hasta tótems a base de algodón o fibra acrílica. Piezas que, según voces calificadas, tienen a los principales museos del mundo enloquecidos, intentando adquirirlas para sus colecciones permanentes.

Dibujar en el espacio

Hicks en su estudio

Nacida en un pueblito de Nebraska en 1934, afincada en París desde 1964, Hicks ha hecho de la experimentación y el juego, un sello personal. Con la marea a favor, actualmente atraviesa un momento de máxima consagración: solo en los últimos meses, ha expuesto en galerías de París, de Berlín, de Londres, de Barcelona, de Milán, de Texas… Hay que decir que lleva una década pisando fuerte, homenajeada con retrospectivas en el Pompidou, destacada en las bienales de Sídney y Venecia, por mentar solo unos hitos. Lo cual no quita que, previamente, Hicks tuviese predicamento: el MoMA de Nueva York colecciona sus piezas desde 1960, y en el ’74 el Stedelijk de Ámsterdam dedicó a la artista una retrospectiva, por poner algunos ejemplos.

The Evolving Tapestry. He-She, 1967-68

Tocar la ropa

Así las cosas, “su nombre, sujeto a un prestigio fluctuante durante años, se impone, por fin, como central en el actual proceso de reescritura de la historia del arte de la segunda mitad del siglo pasado, que tiende a reevaluar el papel que tuvieron mujeres, tradiciones no occidentales y géneros (como el textil) tildados de menores”, señala El País, advirtiendo que ya nadie cuestiona el valor de un trabajo que fusiona orgánicamente pintura y escultura, artesanía, arquitectura, artes decorativas. A ella la fama ni le va ni le viene, modesta hasta la médula. Y lanzada, todo sea dicho, dueña de una biografía tan audaz como sus invenciones, que proponen atmósferas y texturas que estimulan tanto la vista como las ansias por tocar. “¿Qué hace Sheila Hicks cuando conoce a alguien? Palpa su ropa, tantea con sus manos la finura del tejido o la aspereza de las fibras”, cuenta una cronista que la visitó hace poquito en su atelier del distrito VI.

Sobre su niñez en plena Gran Depresión, Sheila recuerda mudanzas constantes, siguiendo los laburos que iba consiguiendo su papá. También, cómo su mamá se apañaba con retales para confeccionar prendas maravillosas. Estudió pintura en Yale, donde fue alumna de Josef Albers (referente de la Bauhaus) que, notando su interés por los textiles, le presentó a su esposa Anni, la gran tejedora y diseñadora. Él le enseñó a dominar el color; ella, la importancia de la estructura en el arte. “¿Me equivoco al pensar que fuiste de las primeras en entrar a esa universidad?”, quiso saber Stella McCartney (con quien Hicks colaboró para su colección Prêt-à-Porter Otoño 2019, colgando a modelos largos y gruesos cordones en la Semana de la Moda parisina). “No fui la primera, no, pero éramos pocas. Podías contarnos con los dedos de las manos. Y quizá los de un pie”, su respuesta.

En Yale, 1958

Otra influencia clave para su formación fue el historiador de arte George Kubler, que la introdujo en el vasto y riquísimo universo de los textiles precolombinos. Aunque, consultada por sus maestros, ella habla con especial cariño de “los indígenas de Guerrero que conocí en México, que hacían guaraches con viejos pedazos de neumático. Y un arquitecto autodidacta de Oaxaca que construía casas con tallos de bambú y seda de cactus”. Es que, entre los años 50s y 60s, Sheila empieza a viajar por América del Sur, como mochilera, solita su alma. Recorre Venezuela, Perú, Bolivia, Chile, el sur de la Argentina. Y acaba por mudarse a México, donde se casa con un apicultor. Se empapa de culturas prehispánicas, observa con devoción a artesanas tejiendo. Tiene una hija. Comprende que “un hilo es una línea que no se queda en el lienzo, que trasladás al espacio”. 

En México, 1961

Entonces abandona definitivamente la pintura o, como ella prefiere explicar, pinta pero “con los dedos, con las manos, sin pinceles y en tres dimensiones”. Divorciada, se casa nuevamente, con un artista chileno. Tiene otro hijo. Colabora en El resplandor, el film de Kubrick, haciendo alfombras a mano. Trabaja como diseñadora textil para empresas, emperifollando interiores con sus tapices. Crea bajorrelieves para la terminal TWA, de Eero Saarinen, del aeropuerto JFK. Es editora de la revista American Fabrics and Fashion. Pasa un tiempo en Marruecos, Japón y la India. Se casa nuevamente, con un abogado neoyorkino, aunque no resigna París. “Puedo separarme de un hombre, pero no de esta ciudad”, dice sobre su matrimonio transoceánico, mientras sigue creando y creando. En fin, apenas un pantallazo sobre una artista inquieta, con mucha tela para cortar.  

Sheila Hicks