El Frente de Todos (FdT) atraviesa en estos días la que quizás sea una de las peores crisis desde su constitución, acontecimiento éste al que debe atribuirse el éxito no menor de haber ganado las elecciones presidenciales desplazando al macrismo del gobierno. Ponderando la importancia de ese logro, también es preciso señalar que la metodología que resultó óptima a los fines electorales, no funciona de la misma manera cuando se trata de llevar adelante la gestión. Podrían apuntarse diferentes motivos, pero basta con señalar apenas algunas causas entre las que resultan más evidentes.
Entre las más importantes se cuenta que la alianza gobernante no logró institucionalizar un modo de funcionamiento que asuma la diversidad no solo política, sino también de origen, trayectorias y objetivos de las distintas fuerzas que la conforman. Esa organización debería haber permitido –de haberse concretado– también formas de conducción política compatibles con la administración del gobierno y con el diseño institucional del Estado.
A pesar de que varias veces se anunció la necesidad de institucionalizar el diálogo y el manejo de la diferencia en el interior del FdT, en la práctica lo que se ensayó –con magros resultados en la mayoría de los casos– fue el “loteo” de espacios de gestión de manera horizontal entre las distintas fuerzas políticas que integran el Frente, dando como consecuencia que en un mismo ministerio o repartición conviven distintas miradas, perspectivas, estrategias y hasta conceptos diferentes respecto no solo de la política pública en cuestión sino sobre el rol del Estado. Así, la gobernabilidad quedó seriamente herida.
Resultaba lógico y atendible que en el momento de su conformación el propósito primero de quienes se sumaron al Frente fuera acumular caudal electoral para triunfar en las urnas. Todas las diferencias quedaron disimuladas o subsumidas bajo ese objetivo primero. Pero lograda esa meta se hacía imprescindible intercambiar y debatir para –sin romper los arreglos iniciales– establecer acuerdos básicos respecto del proyecto político y económico que se quiere construir. Para ello, además mantener la unidad en la acción, era preciso traducir en iniciativas de gobierno el contrato electoral sellado con la ciudadanía en las urnas. Un pacto que si bien tuvo el objetivo primero de sacar a Mauricio Macri de la Casa Rosada, incluyó también el horizonte irrenunciable de mejorar la calidad de vida de las personas en todos los niveles, algo que podría resumirse en vigencia de la integralidad de los derechos económicos, políticos, sociales y culturales.
Ese debate sobre el proyecto político nunca se dio. Tampoco sobre los modos de gestión del Estado. Cada uno y cada una, desde el lugar asignado y, bien puede decirse, ocupado, hizo lo que mejor pudo y quiso respondiendo a su leal saber y entender y a los intereses de los grupos a los que responden. Hubo muchos aciertos, pero también incoherencias expresadas en pasos en falso, marchas y contramarchas y con ello la gobernabilidad y la imagen del Gobierno se fue debilitando, perdiendo credibilidad. Se diagnosticaron problemas gravísimos (el Poder Judicial, la concentración económica y mediática, entre otros muchos etcéteras). Se advirtió sobre los riesgos, pero poco o nada se hizo para llegar a la raíz de los males. Los errores (algunos garrafales), los problemas de comunicación y, sobre todo, las intrigas y disputas por cuotas de poder, impidieron poner en valor los aciertos.
No son las únicas consideraciones posibles. Existen otras que contribuyen a explicar la gravedad del momento político que atraviesa el país. Y no podría dejar de incluirse en ese análisis la constante labor de irresponsable hostigamiento y permanente acción destructiva realizada por la oposición aún en medio de circunstancias tan graves como las que se atravesó durante la pandemia. Sin embargo, el oficialismo estaba advertido de que esto podría ocurrir. No se puede argumentar desconocimiento sobre un comportamiento a todas luces previsible repasando la historia reciente.
Hoy las discrepancias respecto del acuerdo con el FMI aparecen como “el” detonante, y hacen evidentes las diferencias preexistentes, poniendo en riesgo al FdT como propuesta política. El FdT sigue teniendo valor y no hay a la vista otra herramienta política que cumpla con sus objetivos. No hay nada nuevo bajo el sol. En todo caso lo que queda al descubierto es lo que antes se tapó o se disimuló de maneras diversas, con acuerdos de poca monta, con parches circunstanciales, pero sin abordar nunca las cuestiones de fondo, las diferencias políticas y en la gestión y, en definitiva la discusión sobre el proyecto de país a construir con el único sentido de favorecer la mejor calidad de vida de la mayoría del pueblo que hoy pasa penurias.
Ante el escenario de fragmentación de la política en general –tanto del oficialismo como de la oposición– es difícil aventurar si todavía estamos a tiempo de pegar un golpe de timón que enderece el barco. Y ya no se trata apenas de superar “la grieta” sino de rearmar las piezas en base a un proyecto popular que vuelva a aglutinar no solo en torno a un propósito electoral sino a una idea política ciudadana apoyada en una estrategia económica de desarrollo y crecimiento en base a los recursos y las capacidades de la Argentina.
Es posible hacerlo. Pero no ocurrirá si cada quien, como en el juego infantil, solo atiende a su juego. El desafío es colectivo y sobre la premisa de que para salir de esta encrucijada hay que resignar lo propio –al menos en parte– para atender y construir un proyecto común en la diversidad. Será también la forma de revalorizar el sentido de la unidad, ya no solamente para ganar elecciones, sino para trascenderlas en la gestión del Estado.