STAN & OLLIE 8 PUNTOS

Gran Bretaña/Canadá/EE.UU., 2019

Dirección: John S. Baird

Guion: Steve Pope y “A. J.” Marriot, inspirada en Stan & Ollie: The Britisih Tours

Duración: 98 minutos

Intérpretes: John C. Reilly, Steve Coogan, Shirley Henderson, Nina Arianda, Rufus Jones, Danny Huston

Estreno exclusivamente en Netflix.

“Para el año 1937, Stan Laurel y Oliver Hardy habían alcanzado el pináculo de su carrera”, dice una placa al comienzo de Stan & Ollie, y uno piensa: entonces lo que viene de ahí en más es decadencia. Y recuerda la afición morbosa de los biopics recientes sobre grandes glorias del espectáculo (Ray, Walk the Line, La vie en rose, Judy) por patear al caído. Y se prepara para lo peor. Por suerte, nada que ver. Si bien Stan & Ollie los muestra en su descenso, ese descenso es suave como una colina. El realizador escocés Jon S. Baird deja ver, a lo largo de los 98 minutos de metraje, una suavidad semejante hacia sus héroes, un cariño que hace tiempo no se veía entre demiurgo y personajes. La película acompaña, protege, contiene sin una sola recaída a quienes aquí conocemos como “El Gordo y el Flaco”, evitando todo golpe bajo, toda especulación, toda sensiblería. Stan & Ollie quiere sin aflojar la cincha ni un instante a quienes durante el primer lustro del cine sonoro supieron ser el dúo cómico más popular del mundo. Generosa, la película de Baird se hace una con sus personajes. Y no sólo los protagonistas.

Los malos biopics quedan atrapados en la mera mimesis física de actor y personaje, recurriendo para ello a arrugas, emplastros y otras fealdades. Los buenos biopics parten de allí, para buscar una forma de conexión más profunda con el espíritu de los protagonistas. La conversión de John C. Reilly y Steve Coogan en Oliver Hardy y Stan Laurel es asombrosa e imbatible (ambos están maravillosos). La sección maquillaje funciona con tanta discreción como todo lo demás en esta verdadera “tapada”, que Netflix estrena en Argentina con unos añitos de retraso. La papada de Oliver es la papada de Oliver, las orejas en punta de Stan, lo mismo. Primer paso para lograr en el espectador el encantamiento de estar, aunque sea un poco, ante los personajes reales. Y los que los que no los conocieron no se pierden nada, porque la película construye un mundo autosuficiente.

Dueño de esa segunda intención afilada, eventualmente corrosiva y en ocasiones agresiva que suele identificarse con el humor inglés, Stan escribe meticulosamente la clase de diálogos brillantes sobre los cuales el tiempo parecería no pasar. Oliver, a quien sus íntimos llaman Babe, es el ingenuo y querendón, eventualmente mujeriego (su compañero no le va en zaga) y con tendencia a quedarse sin un níquel por su compulsión a apostarle a los “burros”. Ambos terminarán casados por tercera o cuarta vez. Inspirada en el libro Laurel & Hardy: The British Tours, la película escrita por Jeff Pope y “A. J.” Marriot toma al Gordo y el Flaco en 1952, cuando, extinguida su fama cinematográfica, se ven obligados a una larga gira por Inglaterra. Empiezan alojándose en una posada que en su marquesina anuncia sin vueltas “Botellas y vasos”. Sintomático de la indeclinable dignidad con que los héroes abordan los peores momentos, recién ingresados al “Botellas y Vasos” y ante una recepcionista que no tiene ni idea de quiénes son, los socios improvisarán una rutina de las suyas. Ahora sí, la chica los reconoce.

Stan & Ollie plantea todo el tiempo un diálogo, múltiple y variado, entre la “realidad” (cuando se refiere al cine, la palabra se escribe siempre entre comillas) y la representación. Ollie no es un cascarrabias como su personaje sino un gordo buenazo. Laurel se parece más al que se sabía que era: el cerebro del dúo. En ocasiones la realidad imita la ficción, como cuando, igual que en uno de sus gags más celebrados, se les cae una valija pesadísima por una escalera. En otra oportunidad una envenenada pelea pública es recibida por los asistentes como si se tratara de un gag. Absolutamente clásica, la puesta en escena pasa de un plano a otro porque la escena pide ese pasaje. Emblemático de sus valores (éticos, no técnicos), Stan & Ollie se inicia con uno de esos planos-secuencia maratónicos, que tanto se usan ahora. Pero el espectador no advierte el virtuosismo, porque por una vez éste está al servicio de lo que la dinámica física de los personajes reclama. Bañada en una protectora luz acaramelada, la tercera película de Jon S. Baird es una pequeña gema.