En estos días he estado releyendo “Roberto Arlt, yo mismo” de Oscar Masotta. Un texto ejemplar, sin dudas, de la época en que se pensaba con el cuerpo y el alma, en implicación. Y he estado tratando de seguir su ejemplo sin imitarlo, como diría Lacan. En definitiva, de tomarlo como un ejercicio de subjetivación, como diría Foucault. Da la casualidad que también se cumplen ocho años de la publicación de mi primer libro (Badiou y Lacan: el anudamiento del sujeto) y ya hay una distancia suficiente, no solo temporal, que quizá me permita volver sobre ello desde otro lugar -y sacarle algún provecho, como dice Masotta en su presentación.

Han pasado una serie de cosas en el camino. Una no menor fue, también, la muerte de mi padre. Pero además sucedió el mismo año que nació mi hija, apenas el libro había salido a la calle. Solo que, en lugar de volverme loco, como le pasó a Masotta, casi fallezco por un disparo en un asalto callejero. No tuve demasiado tiempo para procesar nada: la muerte, el nacimiento, el libro, la violencia, etc. Se hace lo que se puede; en mi caso: seguir escribiendo libros, acompañando el crecimiento de mi hija, honrando a mis muertos en el ritual de prender el fuego, etc.

Solo que sucedió, además, un acontecimiento mayor (esto es: que comprende a la humanidad en su conjunto): una pandemia que nos tuvo confinados por casi dos años. Lo cual me llevó a agudizar el gesto de escritura; sobre todo la reflexividad ética y crítica que lo acompaña. Quiero decir: ya no me creo nada de los grandes (n) hombres. Se escribe como se vive, y punto: se hace cuerpo en la serie de lecturas escogidas, meditadas, ejercitadas sin ideales (estéticos, normativos o formativos). Esa práctica la he asumido hasta la raíz. Entonces, remedando el gesto masottiano, pienso ahora: ¿Quién era yo al momento de escribir aquel libro? Como él puedo reconocer una serie de contradicciones sociales encarnadas en mi cuerpo, en mi alma, en el modo de escritura y en las relaciones intelectuales (¿afectivas?) que se tramaban en torno a ello. No tenía, por supuesto, las mismas pretensiones imitativas (Sartre y Merleau-Ponty, para el caso de Masotta) ni el gusto por la vestimenta sofisticada (los trajes cruzados, etc.), pero sí cierta urgencia por doctorarme y darme a conocer que venía del apremio paterno y la necesidad de trabajo.

Hoy me pregunto, por ejemplo, por qué casi todas las amistades que se vinculaban con ese libro se han disuelto, no se han sostenido en el tiempo. ¿Será acaso un libro maldito, mal concebido o mal escrito? Si bien he tenido mis momentos de ambivalencia afectiva muy fuertes, lo cierto es que -considerado temperadamente- el libro no está mal: aporta algunas cosas al ámbito de estudios badiouanos y lacanianos que todavía no han sido consideradas; por caso, la cuestión del nudo o anudamiento del sujeto. No llegaría tan lejos entonces con la superstición, pero quizá sí haya algo de la “hiperstición” (desplegada mejor luego, pero anticipada allí) que no se soporta fácilmente, algo de la invención performativa que genera cierto malestar. La verdad, en definitiva, es cuánto de lo real puede soportar un sujeto. Haberme prestado a ese juego tempranamente con la publicación del libro, siguiendo el ejemplo del tiempo lógico, quizá no haya sido sin consecuencias.

Al deseo se llega demasiado temprano o demasiado tarde. Lacan se lamentaba de esto último en sus Escritos, yo no me lamento tanto de lo primero porque he tenido la oportunidad de servirme de esos desfasajes propiciados por los maestros, para hacer pasar mi propia escritura. Lo único que siento ahora, y por eso retomo el cuidado en relación a los muertos, es no haberle llevado a tiempo el libro a mi padre. Por cierto descuido o desidia o porque pensaba que no le importaba. Y sin embargo, antes de morir él les había dicho a sus amigos, sin haberlo leído siquiera, que el libro era buenísimo y lo tenían que leer. Así era nuestra relación: él nunca me decía directamente si estaba contento u orgulloso de lo que yo había hecho, me lo hacía llegar por terceros. De esa disculpa por el retardo quiere dar cuenta ahora el presente escrito, en diálogo íntimo con mi padre, pero también por vía de terceros. Si es cierto, como sostenemos con mi amiga Helga Fernández, que la función del padre se juega en la terceridad. Córdoba, 14 de marzo de 2022.

 

*Escritor, Investigador, filósofo. Publicó “La razón de los afectos: populismos, feminismos y psicoanálisis. Editorial Prometeo. En el margen, Revista de Psicoanálisis.