Había una vez, en una prehistoria anterior a Internet no muy lejana, oficinas de redacción llenas de papeles, vasos de café y humo de cigarrillos. A eso de las seis, como un pájaro que anticipa la caída de la tarde, más temprano que los correctores pero más tarde que los redactores, empezaba a merodear entre las máquinas expendedoras un personaje prolijamente bohemio, más bohemio aún y más prolijo que los periodistas de aquellos tiempos noctámbulos. Estaba al acecho: de un rostro en una borrosa foto de cable de agencia, o de una situación en curso. Asediaba al editor con preguntas y al archivero con nombres. Cuando ataba cabos, se trepaba al taburete de su tablero, elegía un plumín y dibujaba. Rápido, sin perder un segundo. Era el ilustrador.

"El dibujante de opinión tiene a veces dos horas para hacer un trabajo", dice una de las entrevistadas por Mario Suárez González (Madrid, 1978), ex redactor jefe de Prisa Revistas y actual curador de la muestra itinerante Ilustradores Españoles. El color del optimismo, organizada por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (Aecid) desde el 9 de mayo hasta el 18 de junio en el Centro Cultural Parque de España (Sarmiento y el río). El texto curatorial del libro catálogo editado por Lunwerg da un vistazo a las condiciones de producción de las ilustraciones, obras gráficas que llegan al público mayormente a través de la industria editorial.

La muestra se propone como panorama de una generación joven (es decir, nacidos alrededor de 1980) que empieza haciendo circular sus imágenes por Internet, colabora luego en revistas y llega a formatos como el tatuaje, los libros, los álbumes musicales o la publicidad. Gran parte de lo expuesto consiste en reproducciones mecánicas, cuya escala no compensa la decepción, ya que la atracción de una muestra de ilustraciones radicaría en el aura de la "cocina" de las imágenes. Y la ausencia de los textos que estas imágenes complementaban se agrava con la falta de las piezas gráficas para las cuales fueron creadas.

Lo mejor de la exposición es la pared de grabados originales, donde se aprecian variadas técnicas en impresiones de artista de muy alta calidad, destacándose una serie de fotograbados de Aitor Saraiba (quien en la sala contigua experimenta con un mural de retazos) y la mundialmente famosa Mano de Ricardo Cavolo, dibujante todo terreno que pintó un mural cuando la muestra pasó por Washington (Estados Unidos) y de quien se expone un pequeño dibujo original en tintas multicolores que constituye algo así como el fetiche del proyecto expositivo.

Además de tres elegantes acuarelas de Conrad Roset, hay que adentrarse en los túneles del CCPE hasta el panel naranja del fondo de la segunda sala para disfrutar las texturas visuales de unos pequeños originales en técnica mixta por Violeta Lópiz, quien recorta y superpone láminas de acetato como si trabajara un software de diseño fuera de la pantalla. Tanto Roset como Lópiz hacen un uso armonioso y sensible del color.

Grabados de Ricardo Cavolo y Aitor Saravia, entre otros.

Pero salvo por el geométrico César Fernández Arias y por Cavolo, quien compone su propio repertorio de símbolos extraídos de diversas fuentes folklóricas y esotéricas, logrando ambos marcas de estilo bien reconocibles, prevalecen lenguajes e imágenes que van de lo académico a los experimentos ya probados por la vanguardia. Entre ambos, impone tendencia una especie de no‑estilo internacional. Línea frágil, mucho espacio en blanco, texto neurótico en una caligrafía adolescente y la mezcla justa de humor, ternura, vulnerabilidad, absurdo y fantasía: algo así como los viejos chistes de la revista The New Yorker en la versión de la generación millenial. Por lo visto, la ilustración sigue siendo la hermanita menor de las artes plásticas, probándose como si fueran nuevos los vestidos que hicieron furor la temporada pasada.

Vista general de la segunda sala del CCPE.

Al menos existe Internet, que permite acceder (una buena idea hubiera sido incluir en la exposición algunos códigos para teléfono celular o una computadora abierta en un portal de enlaces) a algo del diálogo entre imagen, palabra y objeto impreso que redondea el sentido de estos dibujos, algunos muy bellos, de una belleza convencional pero aún así sorprendente. La mujer iceberg y Llorar mares..., de Paula Bonet, pertenecen a su libro Qué hacer cuando en la pantalla aparece The End (Lunwerg, 2014). Es un libro sobre los finales del amor donde el agua, en sus diferentes estados, hace de metáfora de las emociones.