Hace más de 15 años presenté en PáginaI12 este problema, pero el planteo original lo hizo Marilyn vos Savant, una columnista norteamericana de la famosa revista Parade, hace justo 50 años. Lo curioso es que en la tarjeta de presentación en donde se la menciona, inexorablemente siempre figura que ella está en la guía Guinness de los Records por tener el coeficiente intelectual (o de inteligencia) más alto del mundo.
Decir esto es tan ridículo que la propia guía ya la excluyó de las categorías que considera actualmente, pero hace cinco décadas, era algo decididamente ‘no menor’. Pero mi interés en contar la historia -nuevamente- es porque la solución que ella ofreció produjo una conmoción en el mundo de la matemática.
Diferentes especialistas del mundo la condenaron porque -supuestamente- había cometido un error en la respuesta. Las agresiones (verbales, hasta donde me constan) fueron virulentas, al mejor estilo de lo que hoy pasaría con Twitter. ¡Qué suerte que en aquella época no existían las redes sociales, pero si uno lee todo lo que dijeron de ella, lo que se viraliza hoy en Twitter sería para un jardín de infantes! De paso, aprovecho para decir que yo creo que nosotros siempre fuimos así, solo que no teníamos los medios para expresar nuestras opiniones. Dudo que antes fuéramos mejores que ahora. En todo caso, se ‘notaba’ menos. Si le interesa el tema, fíjese en este artículo escrito por Gary Posner: https://www.gpposner.com/vos_Savant.html.
De todas formas, como quizás usted nunca escuchó hablar del problema, vale la pena refrescarlo y sobre todo, lo más interesante sería que usted … sí, usted … intente dar una respuesta. Obviamente tiene ‘cero’ importancia si es correcta o no. En todo caso, permítame decirle que es la situación que he planteado en diferentes lugares del mundo y, salvo la gente que lo conocía de antemano, inexorablemente siempre tiene dificultades en entender por qué está equivocada (en su primera reacción). Es por eso que esta vez, más que nunca, le propongo que no lea la respuesta correcta hasta no haberse tomado ‘algún tiempo’ para pensarlo. Es un problema muy sencillo de entender.
Un conductor de televisión muy popular que usaba el seudónimo Monty Hall, era el presentador de un programa diario que llevaba el nombre de “Hagamos un trato” (“Let’s make a Deal”). Un programa típico de entretenimientos de preguntas y respuestas, en donde quien llegaba a la final, competía intentando ganarse un auto cero kilómetro. Monty Hall le ofrecía al candidato tres puertas (digamos A, B y C). Detrás de una de las tres puertas estaba el auto. Detrás de cada una de las otras dos, aparecía la foto de un chivo. Obviamente, las tres puertas estaban cerradas. El participante tiene que elegir una de las tres puertas, y si la que elegía era la correcta, ganaba el auto. Nada menos.
Pero usted se estará preguntando: ¿dónde reside la dificultad? Téngame un poquito de paciencia. Una vez que el invitado indicaba cuál era la puerta en la que él/ella creía que estaba el auto, Monty Hall (que sabía detrás de cuál de las tres puertas estaba el auto) le hacía un agregado: ¡abría una de las dos que el participante no había elegido! Como es de imaginar, la puerta que abría no ofrecía el auto. Ahora quedaban dos puertas sin abrir: la que había elegido el espectador y otra más. Al llegar a este punto, Monty Hall le ofrecía una alternativa: “¿prefiere quedarse con la puerta que eligió o prefiere cambiar?”
Aquí le pregunto yo: usted ¿qué haría? ¿Se quedaría con la que eligió al principio? ¿O cambiaría? ¿Quedarse o cambiar le ofrece alguna ventaja? ¿O da lo mismo? Acá le toca a usted. Yo la/lo espero más abajo.
Sigo. La tentación es decir: ¡da lo mismo! Ahora hay dos puertas, y detrás de una de ellas está el auto. ¿Qué diferencia hay entre una posibilidad y la otra? Las chances son iguales: 50 por ciento para cada una.
Sin embargo, esta respuesta es ‘incorrecta’. ¿Por qué? Lo que conviene es … ¡sin ninguna duda… cambiar la elección original! Una vez más, ¿por qué? ¿Se puede ignorar que el problema no empezó con la segunda pregunta sino que en principio había tres puertas y la probabilidad de acertar era 1 en 3? Si en lugar de haber un finalista, llegaran dos personas a esa instancia, y una de ellas (usted) elige una puerta y el/la otro/a participante se queda con la dos restantes, usted: ¿no preferiría ‘ser el otro o la otra’? Seguro que sí. Y ¿por qué? Porque su probabilidad de ganar es uno en tres (1/3) mientras que su competidor/a tiene dos en tres (2/3) de posibilidades de quedarse con el auto. Cuando Monty Hall abre una de las dos puertas, esta abriendo una en donde él ya sabía que no estaba el auto. El hecho de que él abra una puerta no hace cambiar nada el problema original. El auto sigue estando del otro lado y nadie lo toca. Usted siempre debería cambiar, aunque más no sea porque originalmente en lugar de tener 1/3 de posibilidades de ganar el auto, pasaría a tener 2/3, que es equivalente a ¡duplicar sus chances!
Si no la/lo convencí con este argumento, hagamos lo siguiente. Estas son las tres posibles posiciones. Léalas hasta ver claro que no hay otras.
Suponga que el auto y los chivos están en la Posición 1. Si usted elige la puerta 1, Monty Hall abre (por ejemplo) la puerta 2 (porque ahí hay un chivo). Si usted cambia, ¡pierde! Si se hubiera quedado con la puerta 1, ¡ganaba! En este caso, hubiera convenido no cambiar.
Si estuviéramos en la Posición 2, si usted elige la puerta 1, Monty Hall está forzado a abrir la puerta 3. Si usted cambia, ¡gana! Si se queda con la 1, pierde. Por último, si estuviéramos en la posición 3 y usted elige la puerta 1, una vez más, Monty Hall tiene que abrir la puerta 2. Si usted cambia, ¡gana! Si se queda con la puerta 1, pierde.
Es decir, como se ve en la práctica, al cambiar gana dos veces y solamente pierde en una. Conclusión: ¡hay que cambiar, si es que uno quiere tener más posibilidades de ganar el auto!
Estos días se cumplieron cincuenta años del planteo del problema y las consecuencias impensables. Matemáticos de prestigio le pidieron por favor que se rectificara, que estaba equivocada. Varios hablaron de la vergüenza en la que embarcaba a todo el mundo de la matemática. Para consolarla, le decían que no se preocupara que varios especialistas se habían equivocado como ella.
Pues no, no era así. Como tantas otras veces en la historia de la humanidad, la descalificación y la prepotencia, suelen no dar buenos resultados. Afortunadamente, y muy a pesar de todos los embates, es el día de hoy que más allá de su coeficiente intelectual (totalmente irrelevante) Marilyn tenía razón y hoy queda en el recuerdo su famoso problema que no lleva el nombre de ella, sino que el mundo lo conoce como “El Problema de Monty Hall”.