Desde Barcelona

UNO En el primer episodio de la nueva Twin Peaks, un anciano recibe cajas. Llenas de palas. El mensajero le pregunta si necesita ayuda. El anciano responde que no. Porque enterrar o desenterrar, esa es la cuestión. Toda la vida. Y para palear en una o en otra dirección, siempre hay que cavar. Superficial o profundamente. Hasta que un día es uno el enterrado o desenterrado, piensa Rodríguez, en tierra y mirando a ese gran cielo que no lo mira a él, mientras suena esa música de fondo, por encima de todo y de todos, como desde hace medio siglo. 

DOS Good morning... Good Morning... y sí: estalló la primavera, vuelven las oscuras golondrinas y, con ellas, el águila triunfal o el buitre carroñero, según desde dónde se lo admire o se lo mire, pero siempre de cara y pico al sol. Francisco Franco. En cualquier caso, eterno en las alturas e incorrupto bajo una losa de granito de tonelada y media, su cuerpo embalsamado por el mismo taxidermista que preservó los restos de Bing Crosby y Tyrone Power, muertos de paso por Madrid. No como él: muerto para quedarse. Muerto que no deja descansar en paz a nadie. Ni a los suyos ni a los ajenos. Franco es infranqueable. Enterrado, sí, pero –within you, without you– en todas partes y parte del aire y del inconsciente colectivo ibérico y de la memoria individual de todo español. Momia, vampiro, zombi, Killer Bob, Caudillo, Generalísimo y, más que nada y nadie, vivísimo muerto. Sí: Franco es unos huesos duros de roer. 

Y nunca vuelve porque jamás se fue. 

Y todos saben dónde está. 

Está ahí.

TRES Franco, francamente: ¿hay que volver a ponerse en pie de guerra o de amor para hablar del Valle de los Caídos?, se pregunta Rodríguez. Sí, se responde: porque así son las cosas abiertas con los casos sin cerrar. ¿Bombardearlo en plan Kurtz, cambiar su polaridad y reconvertirlo en algo como la actual Escuela de Mecánica de la Armada de Buenos Aires, alquilarlo para festivales y llenarlo de música y devolverle los colores a la gris Pepperland para que huyan los Blue Meanies? La pirámide-búnker-montaña mágica y maldita excavada entre 1941 y 1959 por los vencidos para los vencedores. Y ahí, enterrados. De uno y de otro bando, bajo una cruz gigante. Se sabe que está Franco, sí. Y Primo de Rivera. Y 33.845 personas más entre las que, 12.410, corresponden a no identificados; muchos de ellos republicanos que allí se dejaron la piel y huesos empujando piedras. Y, de nuevo, el tema es si se va a poder desenterrar a los esclavos para devolvérselos a sus familias, y a los esclavizantes para que se los deje de adorar en un recinto que es un poco sacra catedral y otro poco circo temático de Mr. Kite. Allí, más de un millón de visitantes al año entre nostálgicos y freaks y gente que asegura sólo querer disfrutar de una gran vista de la sierra de Guadarrama. Una X en el mapa sin tesoro que se entiende como “aberración histórica” y “elemento obsceno”. Y, sin embargo, si te ríes del Valle de los caídos en un programa de televisión –como acaba de suceder– te demandan por falta de respeto a los símbolos religiosos. Es decir: al día de hoy España es huésped permisiva de una Fundación Francisco Franco (el Partido Popular llegó a donarle dinero en tiempos de Aznar) y una de las pocas democracias que continúa honrando a una dictadura con dinero (unos 340.000 euros al año para mantenimiento del Valle de los Caídos) proveniente de las siempre misteriosas y opacas cuentas de Patrimonio Nacional. Euros que, se sabe, salen de los impuestos pagados por la ciudadanía toda. ¿Por qué? La respuesta la tiene el escritor Javier Cercas: “Porque Franco ganó la guerra”. Y porque varias décadas después murió al mando. Desde entonces y hasta ahora –y de aquellos polvos que nunca son cenizas– estos enfangados lodos. Días atrás, la viñeta diaria de El Roto, mostraba a una calavera con gorra cuartelera y mostrando los dientes con un “No desenterréis a Franco, no vaya a resultar que aún no ha muerto”.  

 

CUATRO Como Pedro Sánchez –con ese aire de robótico compañero de Cooper en el FBI– a quien todos daban por cadáver político. Pero no. Lo tiraron a un pozo, sí, pero, ay, se olvidaron de cubrirlo bien con tierra. Igual que al Renacido de Di Caprio. Y el tipo volvió desde el otro lado de las cortinas rojas, pero mucho antes de veinticinco años después. El alguna vez guapito y obediente Secretario General del PSOE (seleccionado en su momento por la Logia Negra porque “no vale; pero nos vale”) y quien al poco tiempo se rebeló y reveló no como marioneta dócil sino como Chucky inestable. Entonces el “Aparato”, con una ayudita de sus amigos, decidió eyectarlo el pasado octubre en turbulento comité federal. Y sorpresa: Sánchez renunció a todo, dijo que iba por libre, planteó campaña humilde pero sentimental, juntó avales y así se construyó su Valle del Levantado. He’s leaving home, pero de regreso. Y acabó derrotando a los Barones, al Ibex, a la Gestora socialista, al Grupo Prisa que lo bombardeó a editoriales de El País (que lo comparó al Brexit y a Trump y su pala dorada con la que inaugura las obras de hoteles a su nombre). Y puso perdida a Susana Díaz quien cometió el error de sentirse ganadora segura por ser apoyada por Felipe González, quien, ahora se define como “jubilado que no interfiere nunca”. Pero, de nuevo, no. Sánchez retornó desde el Más Allá sobre los anchos hombros de la militancia irritada y capitalizando los pecados capitales de sus rivales internos: eso de abstenerse a cambio de nada para que Rajoy gobierne. Y Sánchez es comparado con el Cid Campeador. O con The Punisher. Y queda por ver si va a refundar o a refundir el PSOE en tiempos en que la socialdemocracia se hunde en todo el continente. Y no es que a Rodríguez –militante que no vota– le entusiasme mucho o que le crea un poco a Sánchez. Pero siempre le agradecerá el que le haya evitado más sonrisas de tiburona ululante de la lovely Susanita Díaz, quien se había impuesto como meter maid del PSOE. Y quien ganaría para coser y remendar. Y acabó perdiendo el hilo del discurso que venía bordando con florecitas y espinas y clavándose sus propias agujas. Y le agradece también el que con su proeza haya empequeñecido para los votantes de izquierda a la auto-épica-cielo de diamantes falsos de Pablo Iglesias. Y el que haya aumentado considerablemente la intensidad de los tics faciales de Mariano “Sargento P.P.” Rajoy cada vez que le preguntan si le preocupa lo que se le viene y mientras contesta que “nada ha cambiado” y que, sí, it’s getting better all the time...  

CINCO “Detesto la vulgaridad del realismo en la literatura. Al que es sólo capaz de llamarle pala a una pala, deberían obligarle a usar una de por vida”, condenó Oscar Wilde quien, sí, aparece junto a tantos otros en esa cincuentenaria portada psy-coral. Y Rodríguez se pregunta que va a hacer ese personaje de Twin Peaks con todas esas palas. Enterrar o desenterrar algo. Algo raro e irreal, seguro. Y se acuerda de que las primeras palas –en el Neolítico– fueron los huesos de los omóplatos de animales. Sí: huesos para encontrar o para perder huesos. Bajo tierra. Hay algo de justicia poética en eso, piensa Rodríguez. Con su corazón solitario, otro día en la vida, cincuenta primaveras después y cada vez más cerca de sus sesenta y cuatro. Cavando un pozo para que entre la lluvia y detenga los vagabundeos de su mente, sin saber aún cuántos agujeros hacen falta para llenar el Albert Hall pero sí cuántos se necesitan para vaciar el Manchester Arena.