Los rubios surfistas de California y sus chicas playeras se rendían a los pies de “Surfin' Safari”, de los Beach Boys, o de “Baby Talk”, de Jan and Dean. El sonido Mersey hacía estragos entre los demás jóvenes, al igual que las resonancias persistentes de “Runaway”, hit de Del Shannon, y la maravillosa “Green Onions”, a cargo de Booker T and the MG's. Los primeros temitas de Herman's Hermits, el quinteto rubio de Manchester, junto al alba de The Beatles al tranco pop de “Love Me Do”, el disco debut de Stevie Wonder y aquí Astor Piazzolla grabando el enorme Nuestro tiempo configuraban el marco, el contexto, los tiempos en que un personaje hermético e irascible vino a ponerle los puntos a todo eso. Bob Dylan, por supuesto.

Caldo de cultivo

“Las cosas estaban adormecidas entonces”, diría Bob Dylan en el Volumen I de sus Crónicas, sobre aquellos momentos en los que casualmente germinaba su epónimo disco debut, que terminó viendo la luz el 19 de marzo de 1962, sesenta puntuales años atrás, y once días antes del nacimiento de los Rolling Stones. Lo había grabado en escuetas tres sesiones y a bajísimo presupuesto, entre el 20 y el 22 de noviembre del año anterior. Tenía 20 años Bob, en ambas instancias, pero podía hablarse ya de una vida intensa, desafiante, medio alunada. O de los tempranos trazos que así la perfilaban. Claro que se ha contado sobre ellos innumerables veces, con las antedichas crónicas como mascarón de proa, pero aquí solo se reparará en cinco pasajes de la vida de Dylan que sucedieron antes del disco debut y que, por supuesto, están directamente relacionados con él.

Pasaje Uno: Cuando salió Bob Dylan, hacía apenas un año que el trovador de Minnesota trashumaba por los bares del Greenwich Village neoyorkino. Clave entre ellos fueron el Café Wha?, donde tocaba la armónica perdido entre poetas, magos y cómicos, para el cantante y maestro de ceremonias Freddy Neil. También The Gaslight, hervidero de hipsters del que lógicamente sacaría material para su pluma. O el Gerde's Folk City, el más importante tal vez, porque fue el antro donde lo vieron y lo escribieron desde el New York Times, y donde una de las noches llegó a telonear al enorme John Lee Hooker, entre marineros y universitarios.

Pasaje dos: Ese ser y estar bohemio fue el que encontró a Dylan con John Hammond, personaje nodal en esta historia. Se conocieron en el Club 47 de Cambridge, y poco fue el tiempo que transcurrió entre ese encuentro embebido en copas y el contrato que Bob terminó firmando con Columbia Records, a instancias del tenaz productor neoyorkino. Fue tal el cuchillo que cortó definitivamente el lazo entre aquel Robert Zimmerman de clase media “medio rural” que había abandonado su pueblo en busca de amores, luchas y libertades, y éste Bob Dylan -así empezó a hacerse llamar por entonces- que se metía de lleno, y a pleno, en la movida sombría y contracultural del Greenwich.

Pasaje tres: El encuentro cara a cara con Woody Guthrie, su maestro, en enero del '61, es otra de las prendas que vistió su disco debut. Ya en su pueblo natal, escuchar esas ásperas y melancólicas piezas había hecho que el armoniquista dejara de seguir a Jerry Lee Lewis, o bailar al ritmo de “Blue Suede Shoes”, para impregnarse de los sentimientos taciturnos del folk o del blues campestre. Suma: Dylan no volvió a ser igual después de leer Bound for Glory, la autobiografía de su adorado Guthrie.

Pasaje cuatro: La huella del maestro Oklahoma de hecho empieza a notarse en ciertas poesías que Dylan escribe antes de su viaje. “My Life in a Stolen Moment” y –hecha canción- “When I Got Troubles”, entre ellas. También tenía escuchados ya a Hank Williams, Muddy Waters y Sonny Boy Williamson, y leído a los poetas beat al formar parte de The Shadow Blasters, o meter armónica en cuatro temas del disco de The Clancy Brothers, grupo de folklore tradicional (y combativo) irlandés.

Pasaje cinco: Imposible entender los quiebres ideológicos de Dylan sin recalar en su romance con Suze Rotolo, musa inspiradora de sus primeros años, con quien empezó a convivir a principios del '62. Fue ella quien generó en el cantante las inquietudes sociales y políticas que luego él transformaría en canciones. La influencia de Suze, en rigor, se notaría claramente en el ríspido y politizado The Freewbeelin' Bob Dylan. Es ella además la que posa con él en la tapa tal disco, que muestra a ambos caminando juntos por las calles de Nueva York, bajo un frío feroz.

El disco

Sin tales preludios resultaría harto complejo descifrar los pequeños enigmas del primer disco de Bob Dylan, el de su foto al frente y con boina negra en la tapa. Austero en recursos artísticos y también económicos -su grabación costó apenas unos 400 dólares e inicialmente solo vendió cinco mil copias-, el legendario punto de partida de su gira interminable está plenamente subsumido en la tradición folk. Publicado por Columbia a instancias del insistente Hammond, como se dijo, lo habitan trece temas, cuya mayoría -a la usanza folk-blues de la época- son versiones de otros, a excepción de dos: “Talkin' New York” y “Song to Woody”.

La primera canción narra, bajo el maderoso y simple sonido de su guitarra, las vivencias del joven Bob al llegar a la gran urbe neoyorkina, en pleno invierno, donde tenía que tocar la armónica por un dólar al día para sobrevivir. La segunda, en cambio, es un tanto más bella, más emotiva. Habla de su faro mayor -Guthrie, claro-, traducido en sus pobres campesinos, en un mundo “hambriento y cansado”. La sentida pieza también hace referencia a Leadbelly y a Sonny Boy Williamson I, que ya habían dejado este mundo.

El resto del trabajo es de versiones. Canciones transmitidas de generación en generación. Cinco de ellas grabadas en una sola toma, pese a las quejas del Hammond productor. Entre ellas, “Baby, Let Me Follow You Down”, folk tradicional cuya primera grabación data de 1935, en las garras de Big Bill Broonzy y Jazz Gillum. “In My Time of Dying”, gospel tradicional de los '20 que el joven Dylan tradujo en clave de folk veloz y rabioso y, trece años después, Led Zeppelin recrearía en el maravilloso Physical Graffiti. “Gospel Plow”, un espiritual bíblico y afroamericano, cuyo antecedente inmediato al Dylan I había sido la versión de Duke Ellington en el Festival de Jazz de Newport, en 1958, y le cabe la misma impronta que a la anterior: ambos fueron arregladas por Bob. “Lo que hacía entonces era mirar la tradición y trabajar sobre ella”, comentaría él luego, englobando matices de aquellas trovas ariscas “servidas con fuego y azufre”.

La rutera “Highway 51 Blues”, atribuida al pianista de blues Curtis Jones, y “Freight Train Blues”, pieza con patente hillbilly -estilo que también atrapaba al joven Bob- completan el puñado de canciones que el vate grabó en una sola toma. No muchas más usó, claro, para eternizar una desgarrada reversión de la balada escocesa “The Daemon Lover”; la épica reinterpretación “House of the Risin' Sun”, como paso previo a que los Animals de Eric Burdon la llevaran a la cumbre popular; “Man of Constant Sorrow”; “Fixin' to Die”, de Bukka White; “See That My Grave Is Kept Clean”, de Blind Lemon Jefferson -blues rural que Bob convierte en folk-, y “Baby, Let Me Follow You Down” -otra gema tradicional que el rapsoda de Minnesota y los Hawks transformarían en rabia pura durante el famoso concierto en el Free Trade Hall de Manchester, en 1966, cuando le gritaron Judas antes de tocar “Like a Rolling Stone”-, completan este racimo de piezas poco radiables, nada comerciales, que le sacaban edulcorante al soft folk de la era.
Entre las canciones grabadas en los estudios de Columbia que quedaron fuera del primer disco figuran tres que fueron a parar al compilado The Bootleg Series Volumes 1–3 (Rare & Unreleased) 1961–1991. Ellas son “House Carpenter”, “He Was a Friend of Mine” y la tercera composición suya, “Man on the Street”. Otra de Guthrie , “Ramblin' Blues”, permanece inédita.

Woody Guthrie y después

A poco de editar su primer disco, y de registrar veintiséis canciones en la casa de Bonnie Beecher, en Minneapolis, y conmocionado por la marcha por la libertad motorizada por Martin Luther King y las reacciones violentas del Ku Klux Klan, el juglar compuso “Blowin' in the Wind”, himno e hito de toda una generación. En coincidencia temporal con tal germen, se convenció de que debía cambiar legalmente su nombre. Y ya nadie más lo llamó Robert. A fin de año, cuando viajó por primera vez a Inglaterra para actuar en el programa televisivo The Madhouse on Castle Street –donde hizo de anarquista y tocó por primera vez “Blowin'…”- ya era Bob Dylan por donde se lo mirara, viera o escuchara. En el Newport '63, donde cincuenta mil personas lo coronaron rey del folk. En la “Marcha sobre Washington”, donde cantó gemas contra el racismo junto a la reina del folk Joan Baez y Pete Seeger. Y en la bisagra, obvio, que empezó a entreverse en The Freewhelin'... –aunque muchos no lo notaran entonces-, prendió mecha en el tremendo y nodal The Times They Are a-Changin -el de “Masters of War”-, y finalmente detonó en Bringing It All Back Home. Discos que, vistos en cadena, enriquecerían hasta el paroxismo a un rock and roll aún dominado por el "nena, nena, yo te amo" y, a su vez, destronaría al mismo Bob del cetro folk. Prueba al canto: cuando el tipo apareció en el Newport '65, acompañado por la Paul Butterfield Blues Band y una viola eléctrica en favor de una poderosa versión de “Maggie`s Farm”, ya estaba en marcha el primer gran lío de la historia del rock.

 

Y no habría vuelta atrás.