Faltaban algunas horas para que la madrugada se anunciara en los Midlands, que en nuestra lengua significa “tierra media”, pero lo que valía era sus besos y sus jadeos que aumentaban la temperatura en la cabina del auto. Andrés no entendía todo lo que la mujer le decía en su escocés cerrado, pero a fin de cuentas, en ciertas situaciones no hacía falta.

El día anterior lo había sorprendido preguntándole si quería ver aviones, a lo que Andrés respondió con un sí, tan claro como extranjero. La mujer sonrió mientras completaba unos formularios para un viaje. “Entonces te paso a buscar a las 17”. Él se alojaba justo frente a la agencia Imp.Travel, donde trabajaba Sarah, pelirroja y de madura belleza que se encargaba de asesorar sobre destinos varios, además de incendiar la imaginación de quien se acercara al mostrador.

El joven ingeniero, recién llegado, cruzó la calle y se presentó con sus modos amables y su pasión por conocer. Rápidamente se hizo habitué, acompañando entusiastas descripciones de su país, allá en los confines de América del Sur. Las fotos en papel mostraban una geografía donde convivían paisajes, arqueología y aviones de combate argentinos. “Sí, los mismos de la guerra del Atlántico Sur”, le había asegurado a Sarah, que cada vez le prestaba más atención. “Así que te gustan los aviones, ¿no?”, inquirió la pelirroja ignorando la referencia al conflicto. “No puedo mentirte”, sonrió Andrés,.

La tarde en la ciudad de Lincoln se cerraba húmeda. La lluvia fría confería a todo una tonalidad en escala de grises. Sarah dobló por la esquina con su Rover negro azabache. La impaciencia del argentino se diluyó con la puntualidad de la escocesa. “¿A dónde vamos?”, preguntó él mientras se acomodaba en el asiento y cerraba su paraguas. Sarah arrancó en contramano, al estilo británico. “¿Los argentinos son todos tan ansiosos?”, se rió provocativamente sin responder sobre el destino. El invierno boreal y la lluvia aproximaban el paisaje de la ciudad al de las horas de la noche. Los grises, y la niebla por momentos, predominaban. A medida que avanzaban por un camino de suaves curvas Sarah comenzó a interrogarlo sobre las mujeres argentinas. Sus ojos azules chispeaban, imperceptiblemente competitivos. Andrés creyó saber hacia dónde se dirigía. Al cabo de unos minutos el auto estaba detenido en la banquina, con la señalización encendida y los vidrios de la cabina del Rover completamente empañados.

En una estación de servicio que les quedaba de paso tomaron un respiro. Los labios les ardían. El joven ingeniero no salía del asombro y la excitación. Ella pidió para los dos café, que a él le pareció irlandés. Le hizo un comentario irónico sobre la nacionalidad de la bebida, al que ella le correspondió con una sonrisa pícara que la tornaba aún más seductora. Retomaron el camino, ya con la noche a cuestas. Andrés, le preguntó hacia dónde se dirigían, porque si había algo que no había perdido era su capacidad de orientación de avezado piloto de aviación civil. Sabía que no regresaban. Sarah le respondió con un beso, esta vez sin detener el auto. “Te gustan los aviones ¿no? Bien, voy a mostrarte aviones”, dijo y aceleró.

El auto se deslizaba silencioso sobre el pavimento mojado. Andrés distinguió, no muy a lo lejos y entremezclados con las nubes bajas, varios aviones de la Royal Air Force que realizaban maniobras a muy baja altura, sobrevolando la zona. “¿Hay una base militar por acá cerca?”, preguntó, pero Sarah le respondió con una sonrisa y lo sorprendió tomando su mano y llevándola a su entrepierna. ¿Eso representaba un sí?

El Rover siguió su marcha y tomó la subida de una colina. El paisaje de subidas y bajadas tenía semejanzas con las cuchillas entrerrianas, con la diferencia que se adentraba en las nubes bajas. Al tomar la descendente, una base militar se dibujaba más abajo. Andrés sintió un frío en la espalda. Varios aviones despegaban de allí. Comenzó a inquietarse al ver que Sarah dirigía el auto en línea recta al puesto de ingreso, donde se apostaban dos soldados. ¿Les iba a preguntar si podía pasar con un argentino? La guerra con los ingleses todavía estaba fresca en la memoria. Para su sorpresa, el portón se abrió sin preguntarles nada, a la vez que el guardia militar se cuadraba haciendo una muda venia de autorización. ¿Habían reconocido al Rover?

“¿Te gustan los aviones? Vas a conocer los nuestros”, y le clavó los ojos encendidos. Por instinto, Andrés se había acurrucado en el asiento como si quisiera desaparecer de la vista de todos, al tiempo que su corazón en cada latido parecía que se le iba a salir por la boca. Lo aterraba que lo confundieran con un espía infiltrado en el corazón de la RAF. Su perfil cuadraba para una detención sin fecha de entrega: argentino, ingeniero mecánico, piloto y conocedor de aviones... Intentó transmitirle sus temores a Sarah cuando lo que le pareció eran varios Sea Harrier, hacían toque y despegaban de una pista tenuemente iluminada con luces violáceas. Pasaban tan cerca que sus palabras resultaron inútiles. La mujer lo contemplaba con una media sonrisa cómplice, como cuando se lleva a un niño a la calesita y se disfruta de la excitación del pequeño. Andrés no podía respirar.

Cuando hubo una pausa en los despegues y el estruendo de los Sea Harrier se había atenuado, reconoció un avión Vulcan que maniobraba sobre la pista. Volvió a recuperar la respiración y aprovechó para decirle lo que tenía atragantado. Pero, lo que no le dijo, es que en realidad no sabía nada de ella. ¿Tendría esposo y familia?, ¿Cómo había ingresado a la base militar con esa tremenda facilidad? Tal vez algún familiar. ¡Eso! Una sobrina caprichosa, o una prima cómplice, tal vez una historia familiar con el denominador común de la fuerza aérea... hasta cabía la posibilidad que ella misma hubiese prestado servicios. En ese caso, Sarah resultaba para ellos como de la familia...

Entre tanta confusión seguía las maniobras del Vulcan. Al mirar a través de la luneta trasera del Rover, entre las sombras y los destellos del permanente movimiento de los aviones de combate, Andrés reconoció una gorra militar de la Royal Air Force. ¿Cómo no la había visto antes? La hipótesis de que ella hubiera prestado servicios cobraba sentido. Sarah espantó esas dudas: “No te preocupes, mi marido es el jefe de esta base aérea”.