Tengo en mis manos la carta que mi padre, el Capitán Soriani, me escribió el 31 de marzo de 1978 a la cárcel militar de Magdalena, donde yo llevaba casi cuatro años detenido. En ella, como en tantas otras que me mandó durante los nueve años que duró mi cautiverio, repasa algunos recuerdos de los días compartidos en mi infancia. Evidentemente eso lo ayudaba a sobrellevar mi encierro, que fue para él una pesadilla mayor aún que las diferencias políticas que nos separaban.
Esos instantes de felicidad compartida fueron, también para mí, una caricia que entibiaba los días en esa prisión, donde nuestra vida pendía del delgado hilo que la dictadura de Videla manejaba a su antojo.
Encerrado solo, recuerdo haber leído la carta mientras caminaba alrededor de una cama de hierro, a la que corría hacia el centro de la celda para dar vueltas en círculo y evitar así los tres pasos que separaban una pared de otra, límites en los que pasaba las 24 horas del día:
“…Días pasados volví al Parque Lezica, donde años atrás vendías revistas los domingos por la mañana. Te acordarás que juntabas una cantidad y después los dos nos íbamos al parque y nos instalábamos para la venta, y en realidad vos tenías suerte y te iba muy bien en el negocio. Pues ahora se ha profesionalizado y hay kioscos instalados con parantes y techo en los que se venden libros, posters, discos y cosas afines. Ya no hay chiquilines, son personas grandes y está encarado todo en una forma casi profesional”.
Ese día suspendí en este punto la lectura para seguir yo mismo recordando aquellas mañanas de inicios de los sesenta.
El Capitán Soriani me despertaba temprano y, mientras yo tomaba un Toddy o un Vascolet, según cuál estuviera más barato al momento de la compra, él se fumaba su primer Saratoga del día, aquellos cigarritos de marquilla verde con un rectángulo rojo en el medio. Después cebaba unos mates y me ayudaba a preparar las revistas para llevar al Parque. Las metíamos en un bolso marinero verde oliva, que el Capitán guardaba desde sus épocas de Infantería, y nos íbamos caminando desde nuestra casa de la calle Yatay, en Almagro. Esas cuadras las pasábamos discutiendo el precio de las revistas y haciendo cálculos de cuánto podíamos recaudar en caso de agotar la carga. Mi viejo decidía luego en qué podía invertir lo ganado, desde paquetes de figuritas a los camiones de bomberos que me tentaban desde la juguetería del barrio y para los cuales nunca me alcanzó lo vendido.
Una vez en el parque, tendíamos una lona y desplegábamos la colección de revistas que yo voceaba como un canillita experto. Aún recuerdo las tapas de las llamadas “mexicanas”, que cotizaban muy bien y eran más buscadas por grandes que por chicos: Red Ryder, Fantomas, Superman, Kid Montana, Gene Autry; Cheyenne, Hopalon Casidy, Roy Roger y Cisco Kid, son los primeros nombres que me vuelven ahora. Super Ratón, Mr. Magoo, Periquita, Archie, Tom y Jerry, Porky y sus amigos, Lorenzo y Pepita, Bugs Bunny, El Pájaro loco o La Pequeña Lulú eran las preferidas de los pibes.
El Capitán Soriani no se metía en mi tarea, pero estaba atento para que no me hicieran trampa con el cambio o con los precios. Mis nueve o diez años competían en desventaja frente a muchachos de más de veinte, que eran fanas de esas publicaciones y capaces de engañarme con cierta facilidad o robarme alguna ante la menor distracción. Mientras fumaba otro Saratoga, se entretenía hablando de fútbol con sus pares, inspirados en las tapas viejas de la revista El Gráfico que adornaban los improvisados kioscos vecinos. Mi viejo se refugiaba en las glorias de la Máquina de Pedernera, Labruna y Lousteau, frente a esa década sin ganar título alguno.
Otras veces se prendía en interminables partidas de ajedrez con eventuales contrincantes y, cuando le tocaba perder, apuraba el regreso mascullando quejas acerca de fallidas aperturas, o excusas vergonzantes, como la de su apuro por volver a casa “para escuchar el partido tranquilos” en su Spika, la radio que usaba para esas ocasiones y a la que mantenía con su estuche de cuero siempre bien lustrado.
Casi nunca nos sobraban revistas, las pocas que no vendíamos las cambiábamos por otras, y esos domingos por la noche el Capitán se sentaba al borde de mi cama para leerme las que habíamos conseguido. Aunque sus favoritas no eran las “mexicanas”, sino otras que publicaba la editorial Columba: El Tony, D´Artagnan y Fantasía, revistas nacionales de historietas que también hicieron época. Mi viejo era fanático de Robin Wood, creador de héroes inolvidables como Nippur de Lagash, Savarese, Gilgamesh, Denis Martin, Jackaroe o Pepe Sánchez, y compraba en el parque las que traían sus personajes favoritos: “Hay que estar atento hijo, porqué acá te engañan con facilidad, y después no aceptan reclamos”, me aleccionaba el Capitán, mientras las revisaba una y otra vez para comprobar que no les faltara ninguna hoja. Despreciaba la Intervalo, pero compraba algún número para mi hermana, que se devoraba los guiones de amor de “Los cuentos de Almejas” o de “Mi novia y yo”. Como le daba vergüenza pedirlas, lo tenía que hacer yo, no sin antes explicar que eran para ella. “No sea cosa que crean que sos maricón”, me explicaba mi viejo, que cargaba con todos los prejuicios tanto de su época como de su formación cuartelera.
La carta que ahora recupero continúa con su descripción de aquel paisaje dominguero: “También siguen los filatélicos con sus estampillas y hay mucha gente que compra y vende, lo cual nunca pude comprender bien ya que es un ‘hobby’ muy caro, como para gente de dinero y no para aficionados generalmente con muy poca plata”.
Quizás, al momento de escribirla, mi padre no recordaba que un par de años después de aquellas excursiones por el parque, caí con una hepatitis que me tuvo dos meses en cama. Amarillo y con escasas fuerzas, inventaba distintas formas de pasar las horas divertido. Mi viejo volvía al parque para comprarme revistas que pudieran entretenerme, hasta que un mediodía llegó también con un álbum de estampillas vacío y con un sobre de 30 sellos para empezar a pegarlos. Al día siguiente les avisó a los vecinos de la cuadra que le guardaran todas las estampillas de las cartas que recibieran y, juntos, estuvimos llenando ese álbum hasta que la hepatitis desapareció por completo. “Ahora esta colección no vale nada, pero con el tiempo valdrá una fortuna”, repetía el Capitán Soriani, para alentarme.
Junto a sus cartas, también acabo de encontrar el álbum con cientos de estampillas pegadas prolijamente, algo descoloridas pero intactas. Ahora, que el tiempo ha pasado, esa colección, seguro, “valdrá una fortuna”.