En su debut en los escenarios argentinos, Miley Cyrus aprobó con 10. Es más, no es ninguna osadía ni rapto emocional asegurar que se trató de los mejores shows que hayan pasado por el Lollapalooza local en los últimos años. La artista estadounidense, quien vivió tan rápida e intensamente que hoy le cuelga la chapa de leyenda, sobrepasó las expectativas tanto de los escépticos como de sus fans. 

Es imposible contabtilizar cuánto del público que asistió anoche al Hipódromo de San Isidro la sigue desde sus días de Hannah Montana, pero sí es fácil suponer que no todos crecieron con la apertura musical que la cantante ofreció durante su actuación. Y es que hizo un recorrido fabuloso desde los ribetes de la cultura pop de su país hasta lo que ella representa dentro de esta avanzada en la actualidad. Siempre con sello femenino, feminista e incluso queer, lo que patentó casi al final de su performance, donde se atavió con la bandera del colectivo LGBTQ+.

La antípoda de Miley en la jornada inaugural del festival se presentó un rato antes en el escenario de en frente. No sólo por lo musical sino por una actuación sosa. Lo de A$AP Rocky estuvo lejos de lo que se suponía que debía ser, y más si se toma en cuenta el buen sabor que dejaron otros raperos post 2000 que pasaron por el evento como Chance the Rapper. Luego de estrenar su set con una terna compuesta por “Lord Pretty Flacko Jodye 2”, “A$AP Forever” y “Praise the Lord (Da Shine)”, el artista también se colgó otra bandera: esta vez la de la Argentina. Y al final de su actuación sorprendió a todos al lucir una camiseta de Boca Juniors que tenía escrito de manera rústica su nombre en el dorso. Antes de que eso sucediera, y siguiendo con una línea sonora oscura y minimalista, más presto al arengue que propiamente a lo performático, la pareja de Rihanna desenfundó su tema “Yamborghini High”, estrenó “Doja” y versionó “Mazza”, de su colega británico Slowthai.

Antes de que acabara la actuación de A$AP Rocky, la muchedumbre tomó rumbo hacia el escenario Flow, sumándose así a la que ya esperaba expectante a la de Tennessee. Al mejor estilo de Batichica, aunque sin máscara (pero sí con unos anteojos que podían hacer las veces de antifaz), Miley Cyrus apareció con su catsuit ajustado interpretando “We Can’t Stop”, cuyo final mechó con “Where is my Mind”, clásico de la banda indie estadounidense Pixies. Después de dejar atrás dos temas de su disco de 2020, Plastic Hearts, “WTF I Don’t Know” y el que le da título, la cantante, como para legitimar su fascinación por el glam rock y toda la contracultura que legó el final de los años setenta, invocó uno de los éxitos de Blondie: “Heart of Glass”. No habían pasaron aún 20 minutos, y ya la rubia demostraba que es una alumna aplicada de la cultura rock. Nunca será Debbie Harry, y tampoco lo pretende. Pero sí respeta y pone en circulación a la tradición, lo que hace que siga viva. Y eso habla muy bien de ella.

Antes que darle la espalda, y esto tiene que ver básicamente con ese guiño inicial que le hizo a Pixies, justamente fue la escena indie la primera que le tendió una mano cuando Miley quiso renovarse en esa crisis existencial propia de la adolescencia. No sólo la de carne y hueso sino también la artística. Algo que reflejó espectacularmente el capítulo que protagonizó en la serie Black Mirror, en la que su mente termina en un robot que escupe rabia. Tampoco hay que olvidar las colaboraciones y coqueteos que tuvo ella con la banda psicodélica Flaming Lips. Sin embargo, la artista, antes que cualquier cosa, es una icono pop. Por eso su versatilidad le da para evocar al toque el tema “23”, de Mike Will Made, o “Nothing Breaks Like a Heart”, de Mark Ronson. En el medio de todo eso, a lo largo de hora y media de actuación obviamente hubo más de su cosecha musical, con “Mother’s Daughter”, “Never Be Me” y “SMS (Bangerz)”.

Un ratito antes de estremecer a sus fans con “Fly on the Wall”, clásico suyo que no hacía desde 2011, Miley rescató a Cher al versionar su tema “Bang Bang (My Baby Shot Me Down)”, una de esas canciones capaces de atravesar a varias generaciones. Y es que en la lista de recreadores del tema icónico lanzado en 1966 aparecen desde Nancy Sinatra hasta Lady Gaga. Si a eso se le suma otro cover fundamental como “Jolene”, de Dolly Parton, entonces la ecuación es más que clara: Cyrus no sólo es parte de la tradición de la cultura pop sino que también pide cancha para trascender y aspirar a convertirse en otro referente beatificado como ellas. Si bien se dice que sólo la historia es capaz de juzgar, sin duda la artista, quien aún no atravesó la barrera de los 30, ya tiene su lugar escrito ahí. Además, por mérito propio, y eso lo articuló al final de su presentación con sendos aportes suyos a la memorabilia musical: “Wrecking Ball” y “Party in the U.S.A.”.

Mientras el público se recomponía de semejante intensidad, en la que la cantante mostró un dominio de escena a las altura de las circunstancias, donde las palabras sobraban y en la respaldó una potente banda, sólo había dos opciones para lo que restaba de la noche: saborear lo que pasó o bajar un cambio. Para lo último estaba Bizarrap. El gran productor de la música urbana demostró una evolución de su puesta en escena. Desde aquellos días en el Buenos Aires Trap, en el que se hacía acompañar por varios raperos para sostener un show, hasta lo que preparó para el Lollapalooza, hubo un mar de diferencia. También habla de su genialidad. Apoyado por unas bandejas, y con dos sintetizadores en la retaguardia, cubrió todos los frentes. Esta vez, recurrió a todas sus sesiones, y las remixó. Lo que se tornó en una fiesta. Pero su sorpresa radicó en mezclar lo urbano con la misa ricotera. Para lo que llamó a Gaspar Benegas, quien prendió su guitarra, al tiempo que le daban play a “Jijiji”. Y el pogo ganó al Lollapalooza.