Una tormenta espectacular se escondía en el horizonte de esa tardecita calurosa. Cayetano, con la frente brillante de sudor, continuaba durmiendo tapado con su cobija de ositos hasta el cuello. Un ruido extraño del ventilador de techo lo despertó. Su rostro, por un momento, pareció arrugarse como para empezar a llorar, pero lo distrajo un sonido que difícilmente podía dejar de escucharse. Eran los grititos enérgicos de las amigas de su abuelita y sus intensos chapuzones en la pileta del patio. Estuvo un rato más acostado, mirándose un pie, le llamaba la atención esa pielcita entre los dedos y se la tocaba. Como los peces… somos un poco peces, dijo en voz alta.

Llevado por las voces de las amigas de su abuelita, se asomó por la ventana para poder verlas, con cuidado de no ser visto, no quería tener que saludarlas. Desde la camita, se arrodilló, levantó todo lo que pudo la pera, y sus ojos llegaron, a medias, al marco despintado. Ante esa claridad cegadora, sus pequeños ojos perspicaces se achinaron, como si fuesen los de un pequeño gatito. Al principio, vio unos diminutos puntitos de colores fosforescentes dando vueltas, y aunque al ratito el paisaje fue tomando forma, bajo ese sol monstruoso, todo parecía más exagerado. Unas chicharras habían empezado a chirriar, sentía que se le agujereaban los oídos, así que se los tapó con las manos y siguió mirando, concentradísimo. Pudo ver que las amigas de su abuelita eran tres abuelitas como ella. Dos, idénticas, tomaban sol una al lado de la otra, con la misma bikini amarilla de dos piezas, el mismo lazo en la mitad del corpiño. Como eran delgadas, las arrugas se le notaban un poco más que a su abuelita y, cuando miraban hacia el cielo, la luz de sus ojos verdes parecían ocupar gran parte del lugar, como si fuesen un millón de bichitos de luz. A su lado, había otra mujer. Lo primero que vio fueron sus grandes lentes rojos, que le daban un aspecto de insecto y le tapaban mitad de cara, la piel blanca, blanquísima, y una bikini entera rosa chicle. Hablaba de su marido, de que hombres así ya no existían, y sus labios finísimos parecían desaparecer y reaparecer. Justo se había levantado un poco de viento, y la margarita que tenía prendida en su oreja se voló. Su cuerpo era fuerte, más parecido al de su abuelita, que justo llegaba con una bandeja llena de vasos de gaseosa, como una mariposa exótica que volaba, con su largo pareo de animal print y su capelina de volados rosas. Cayetano se preguntó por qué todas estaban acostadas de lado, con las piernas pegadas como si fuesen una.

La boca de la abuelita, siempre pintada de rojo, se abrió grande para gritar: ¡¡¡Cayetanitooo, vení a tomar tu gaseosa!!! ¡Ya te vi que estás en la ventana hijo, dale que te vas a prender fuego ahí adentro! ¡Dale, dale, corazoncito de la abuela! Del susto, Cayetano casi se cae de la cama. Su cara se transfiguró, cada vez más roja, de ninguna manera iría a la pileta. Se volteó un poco para mirarse la herida en la parte de atrás de la pantorrilla, aún era como un gusano asqueroso, de ese color extraño que tienen las cosas asquerosas. Su mamá le había dicho que casi no se le iba a notar porque le habían hecho la “estética”, que eran los puntitos transparentes, pero él la seguía viendo totalmente terrorífica, como si fuese un parásito que se le había pegado, convirtiéndolo en otro ser.

Ahora eran todas las abuelitas las que lo llamaban: ¡¡¡Cayetanito, Cayetanito, vení que te queremos conocer!!! Sintió unas irrefrenables ganas de ir, pero, al mismo tiempo, unas irrefrenables ganas de no ir. La curiosidad le ganó y sus ojos volvieron a la ventana, las cuatro continuaban en la misma posición. Se tiró a la camita, con furia, y sintió cómo las maderas se doblaban, hizo una especie de sonrisa invertida muy fugaz que indicaba que casi casi la había roto. Entonces, se quedó quietito, y escuchó que, casi al unísono, le agradecían a su abuelita por haberlas invitado con agua saborizada, porque el gas les hacía mal el estómago. Después charlaron sobre las vacaciones, la abuelita de Cayetano contaba que se había ido a la costa y le había pasado algo muy extraño, al poner los pies sobre la arena algo en ella se había revivido. Se me pasó el dolor de espalda, Rita, ¿vos podés creer?, y también el de piernas; en un momento le dije a Juan, capaz que me estoy volviendo loca, porque, chicas, yo sentía que tenía como alas y aletas al mismo tiempo; pero bueno, si la locura es eso, bienvenida sea, y desde ese viaje me siento muy bien, casi no tomo pastillas, imaginensé, pero a veces sufro, extraño mucho la playa, qué quieren que les diga. Así que ya le dije a mi marido, que pronto vamos a tener que volver, porque chicas, qué rejuvenecedor es el mar. ¡¡¡Cayetanooo!!! No te llamo más, vení, que se te llena de moscas el vasito, dale mi amorcito chiquitito…

Cayetano seguía acostado, ahora intentaba imaginar cómo sería su abuelita con una gran cola de pez y las alas de una mariposa, cuando un viento fuerte cerró la ventana. De repente, estaba en el patio, tembloroso. Las abuelitas lo miraban fijamente, estaba todo transpirado y pálido, parecía realmente enfermo. Tenía los ojos cerrados y se los restregaba, hasta que las lágrimas fueron inevitables. ¿Qué te pasa Cayetanito, corazoncito?, le dijo la abuelita arrodillándose a su altura. Miró hacia arriba, el cielo parecía estar formado de esos algodones manchados que habían salido de su herida, incluso hasta le parecía sentir los golpes sordos. Sintió el roce áspero de la capelina de su abuelita que se había volado, también a la mujer de la bikini rosa chicle se le habían caído los grandes lentes rojos, y ya estaban hechos trizas en el piso. Bajo ese cielo explotado de nubes doloridas, él no entendía por qué ellas no paraban de reír. Los lazos de las bikinis de las mujeres idénticas se retorcían, los vasitos de plástico se caían y salían rodando. Cayetano, nunca supo bien por qué, ni cuándo, comenzó a reírse con ellas.

La lluvia, como una nana suave, se desplomó, por fin, sobre ellos. Las abuelitas tomaron los vasos, dejaron que se llenaran de agua de lluvia y brindaron. Agüita de lluvia, ¡qué rico!, decían. Cayetano, por primera vez en su vida, pidió un deseo, quería que ese instante no se pasara. Después, las abuelitas se fueron zambullendo una a una, todas de la misma forma. Impulsadas por sus dos piernas, que bien juntitas parecían una sola, daban un salto altísimo y se demoraban allí arriba un rato. Cuando bajaban traían consigo los algodones, blancos, ya sin manchas. El maquillaje se les iba corriendo, pero eso parecía no importar… el agua, al recibirlas, se había transformado en un efímero espejo multicolor. La mujer de los grandes lentes rojos lo miró con alegría, sus ojos, descubiertos, eran aún más parecidos a los de un insecto.

Ya bailaban y la lluvia las acompañaba, movían sus cuerpos brillantes de un lado a otro, con los brazos extendidos hacia un cielo demasiado cercano. Tenían los ojos enormísimos, iridiscentes. La lluvia caía fresca sobre el agua y la volvía de una textura ajena a este mundo, pero él ya no tenía miedo. Se zambulló y sintió unos cosquilleos en las piernas, eran las hermosas colas de pez de las abuelitas. ¡Qué tormenta espectacular!, dijo su abuelita, y él se rió a carcajadas.