Escritora y traductora, Milita Molina nació en 1951 en la provincia de Santa Fe y reside desde 1976 en Buenos Aires. Fue docente de Literatura del siglo XIX en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, publicó ensayos críticos en revistas como Babel, Xul y El ojo mocho, y entró al ruedo literario con Fina voluntad (dos novelas cortas) en 1993. Se sumaron luego Una cortesía (1998), Los sospechados (2002), Melodías argentinas (últimos bodrios) (2008), Nicolás Rosa (2018), y el flamante Trilogía, publicado a fines de 2021 por Editores Argentinos.
Con fraseos y parafraseos, Milita Molina escribe –cual “vanguardista secreta”– con su panteón literario: un conjunto de autores, obras y frases que lee y recuerda, y más: asocia, combina, amalgama, mixtura, para desarrollar su propia voz, desde Kerouac y Burroughs, el Martín Fierro y Macedonio Fernández, pasando por Néstor Sánchez y los hermanos Lamborghini. Así lo plantea en el prólogo de su Nicolás Rosa: “el recuerdo y la repetición son, junto con la muerte –irrepetible pero tal vez creadora– y el amor, lo que sostiene todo lo que escribo”. También asegura en ese mismo libro: “se me va la vida en frasecitas y musiquitas”.
Trilogía cuenta con un texto de contratapa de Agustina Pérez –quien ve al libro como un “tratado de las coloraturas del recuerdo”– y se compone de tres textos: “Destreza del Desesperado”, “La Bola de Fuego” y “Tierra Adentro”. Entre frases y epígrafes, Molina se despacha con figuras que animan su discurso: “Demasiado Artista”, “Artista Consumado”, “Agarrado del Yo”, “El Fatigado”, “Lector-Cadáver”, entre otros, además de “la Voz” y el “Autor”, tal como hizo en sus textos anteriores, donde también aparecen alusiones a los “Mendicantes del infinito” y “Lectores cultos”, al “Testigo de Oficio”, el “Filósofo Portátil”, y la “Mujer sentada y el caracol” (retomando a Copi), y otros más: “Ángel de la Noche”, “Big Muerto”, “El Poeta”, y el “Pibe Barulo” (retomando a Osvaldo Lamborghini).
“Todavía pierdo la cabeza por tanta nostalgia de la literatura...”, asegura Molina. “Todo lo que escribo son intrusiones: cuchillos que llegan y cortan zas zas zas, por acá nos metemos zas zas zas... Y todo así: intrusiones dentro de intrusiones de intrusiones de intrusiones...”. Y otra cita: “Mi educación: un libro de sueños” (William Burroughs).
Entre Malcolm Lowry (y sus “frases churriguerescas”) y Borges, entre la gauchesca y Beckett, y las críticas al utopismo tecnológico de la Web y su “Red”, Milita Molina dice: “No escribimos ficciones. No hay Macondo que dé cobijo (y plata claro: perdón por poner la mierda, ¡qué amasijo!)”. Y (se) explica: “Y tal vez mi lector quiera historias de familia, más realistas, menos recordadas, apasionan las historias de familia, las cosas de la infancia pero detallecito a detallecito, tal como fue (se jactan) y no este borrón emperrado de los contornos que va haciendo mi manera de recordar, manera que borra y borra y borra hasta dejar un recuerdo-puro-recuerdo: una invención en verdad, un recuerdo liso como una perla, una luz puede ser, un tono puede ser, el ritmo de un movimiento o un aire vago en la atmósfera del mundo también puede ser. Pero no soy quién para meterme a enjuiciar esa manía de las novelas realistas. Lo que sé es que cuando algo no nos conviene hay que huir, salir repelido como en un dibujo animado irse lejos muy lejos y estrellarse”. La apuesta de Molina, su voz, y toda la música de la literatura, se hallan en el texto: “todo jugado ahí, un alborozo de quien vive descarnadamente dispuesto a llegar ahí, justo ahí donde el corazón celebra las cuentas del rosario que van demorando la muerte”.
Milita, ¿cómo surge tu nuevo libro, Trilogía? ¿Lo estuviste escribiendo durante la pandemia, o son trabajos que venían de antes? ¿Fue tu decisión “cerrarlo” (ponerlo entre tapas), o te llegó alguna propuesta editorial?
–Bueno, hace mucho que vengo repitiendo lo que me pasa con lo que escribo y es que “se va haciendo sin mí”. Siempre estoy garabateando algo en el sentido de la famosa frase de Beckett sobre Joyce: “He never wrote about something. He always wrote something”. Hay que prestarle mucha atención a esa frase. Te salva de la chatura del realismo. Cuando releo lo que hice –para seguir escribiendo–, ya no recuerdo que lo escribí yo, se me hace ajeno y eso me gusta. Si me reconozco, no me interesa. Tal vez porque “uno escribe para perderse y no para encontrarse” como decía Leónidas Lamborghini. Sea como sea, me pasa eso. Por lo que sería imposible responder cómo surgió Trilogía. Supongo que –como siempre– “llegó” una frase, una palabra, una música, y la seguí. Tal vez por eso Nicolás Rosa escribió que soy escritora de frases. Frases que traen otras frases y así. El fraseo, el ritmo, eso me lleva. ¡Cómo surgió? Escribiendo. Siguiendo. “Uno lleva un hijo de puta adentro que quiere ir corriendo a anotar” como decía Leónidas.
De todos modos, en algún momento algo se termina, y se publica.
Lo que sí puedo responder es que fue un trabajo de un par de años al que en un momento le puse un fin. Tampoco recuerdo cómo fue eso: se terminó. Aunque esto de los finales también es relativo para los que pensamos que un autor es “Autor de un solo texto”, como señaló Osvaldo Lamborghini, o “Todas mis películas son parte del mismo friso” como decía John Cassavetes. Uno “cierra” algo y ya empieza a escribir más de lo mismo bajo el lema “parecido no es lo mismo”. Para mi es fundamental esto de no discontinuar los libros de un autor. Hace poco leí un trabajo excelente de Hugo Savino sobre un libro de Guy Debord (“Esa mala reputación”) que resume bien lo que digo: “Cuando salió, una caterva de críticos lo intentaron demoler, hasta clasificarlo, de manera condescendiente, como un libro más bien flojo. La estrategia de lectura consistió en discontinuarlo de la obra. Cómico de la lengua sería el libro más flojo de Néstor Sánchez. La vulgata crítica enloquece ante el continuo”. Subrayo esa operación de “discontinuar” y eso de que el continuo enloquece a la crítica. Trilogía se “me” terminó hace unos años. Y quedó ahí hasta que Editores Argentinos lo publicó. Nunca busqué editores para mis libros. No sabría cómo hacerlo. Pero a la larga –esta vez muy larga– alguna editorial que está en la otra orilla del lenguaje se interesa por lo que hago. El realismo como opuesto a la “Inventiva” y “al noble cultivo de la nada” de Macedonio Fernández ha copado la parada y se siguen leyendo y publicando “novelas que se pueden contar por teléfono”, de las cuales se pueden reseñar argumentos y especialmente legibles, que no impliquen esfuerzo para el lector y con las que pueda de un modo otro “identificarse”. El escritor “representa” a alguien, a un grupo, a una comunidad, a una ideología y los representados se identifican. Nadie quiere enfrentarse a lo desconocido, todos quieren “entender”. Yo amo a Macedonio Fernández o a Néstor Sánchez porque no están en el plano del entendimiento y disfruto ese no entender. Hay una anécdota que refiere Sollers que ilustra algo de lo que estamos hablando. Hace unos años se hizo en París una muestra de un impresionista de segundo orden y simultáneamente una de Poussin. La de los impresionistas fue un éxito y la de Poussin no. Conclusión de Sollers, con el impresionista podían identificarse e identificarse con los fantasmas de sus padres, y con Poussin no.
La prosa de Trilogía, como así de tus anteriores libros, se sostiene –como en ella misma postulás– como una “voz”, la “del Autor”, en lo que se denomina “masculino genérico”; si es así, ¿por qué?. Y a la vez en la memoria, en la repetición y en las lecturas. ¿Se puede decir que esto lo central en tus trabajos, cómo y cuando se fue delineando así tu escritura?
–Respecto de la primera parte de tu pregunta pienso que yo no hubiera sabido responderla salvo para decir que la literatura es afortunadamente de-generada. Pero hay lectores atentos que han apuntado a eso. Y esto que escribió Quintín respecto de Trilogía –pero no solamente– es muy atinado. Yo no lo hubiera podido decir mejor. Dice: “Uno de los hallazgos de este libro es lo que Molina hace con la primera persona que habla y con su género. Aunque cuando habla de su infancia, por ejemplo, Milita es una nena, en otros momentos es El Autor, así, en masculino, en una operación que tiene como una de sus consecuencias laterales la demostración de la ridiculez del lenguaje inclusivo. Molina se hace hombre en la lengua sin violar la gramática y sin necesitar del feminismo porque su afirmación de la igualdad va de suyo, es un derecho literario, una facilidad que ofrece el idioma”. La escritura –afortunadamente– no tiene que elegir nada: Ni hombre ni mujer: lo tercero, hubiera respondido Tsvietáieva, o ni cola ni cabeza, como dice Baudelaire en el prefacio a sus Poemas en prosa: ambas cosas simultáneamente. Por eso ni me doy cuenta si escribo en masculino o en femenino, y a veces me sorprendo de pasar en una misma línea de un género al otro y me gusta. Puro descoloque, puro desencaje. Uno va escuchando un ritmo y ejecutando, como dice Tsvietáieva: “la mano dispuesta, pero manda el oído”. Eso es la prosa no deliberada. No se trata de escritura automática ni menos. En palabras de Osvaldo Lamborghini: “automatismo no es contagio”. Se trata de contagiar, de trasfundir, de direccionar la palabra para escuchar algo. Y trasfundir es repetir. Sí, uno repite porque busca escribir eso que por suerte no sabe qué es hasta que está escrito.
Hay un planteo en Trilogía sobre la “nostalgia de la literatura” ¿esto surge de la relación que podría establecerse entre lectura-memoria-escritura? ¿Cuántas otras cuestiones implica para vos (lo leído, lo vivido, lo compartido?
–Te lo sintetizo en una frase: “Escribir es vengarse de haber leído tanto”. Pero esas lecturas son las que nos inventaron la vida, como dice Raymond Federman de Beckett. Es una nostalgia activa, creadora, como el recuerdo. Me permito insistir en esto de la repetición y la creación. El recuerdo y la repetición son creadores. Hay un ejemplo de Kiekegaard que es claro. Dos hombres vuelven a su casa natal después de mucho tiempo. Uno la recuerda fielmente –como una foto– y el otro no. Cuando llegan, el que recuerda fielmente se encuentra con lo mismo que recuerda, no aparece nada nuevo. El que la recuerda “mal” se da cuenta que en el recuerdo la ha inventado. Se produce algo nuevo. Uno escribe esos destellos de recuerdos “inventados”. Como decía Leonardo Favio: “Nos inventamos la vida”.
Respecto a tus labores de traducción, quisiera saber con qué criterios encarás la tarea, y cuánto y cómo creés que influye en tu escritura propia.
–No soy una traductora profesional. Simplemente traduje algunas cosas que me gustan y mi criterio es la literalidad. Me enfurecen las traducciones “creativas”. La traducción de Los prefacios de Henry James para la edición de Nueva York de 1905 fue tal vez de las tareas más esforzadas que hice –en colaboración con Isabel Stratta–. Pero creo que pasó sin pena ni gloria salvo para personas muy dedicadas y que entendieron de qué iba el trabajo. Me emocionó que alguien como Rolando Costa Picazo lo valorara y lo incluyera en su programa. Creo que toda la locura de un autor que leo desde la adolescencia como James está jugada en esos prefacios. No es que Henry James recopiló prólogos hechos oportunamente para sus novelas, sino que para la edición de 1905 James relee toda su obra (esto ya es titánico) y elabora su “poética” escribiendo esos prefacios que a su vez lo llevaban a cambiar y reescribir esas mismas novelas que prefaciaba y, mientras tanto, volvía loco a los editores. Y a mí me llevó a releer todas las obras que James prefaciaba para anotar la edición y que el lector no se extraviara, lo cual fue también demencial. Y me gusta traducir sin red, ya que cuando hice ese trabajo no había una versión en español: existía una traducción fragmentada y prácticamente ilegible. Lo sé porque la intenté usar cuando daba clases de literatura del siglo XIX y era imposible. Traduje Recordando a Beckett y siempre en soledad y para mí traduzco textos de Beckett . Y lamentablemente son más los libros que traduje y no se publicaron como Loose shoes de Raymond Federman (uno de los grandes amigos de Beckett) y ahí quedó sin editar. Lo mismo me pasó con una traducción de Jane Bowles In the summmerhouse y con otra de Burroughs The adding machine. Pero creo que lo más importante es que uno traduce como escribe y la idea no es mía sino de Meschonnic. Yo soy literal y áspera en mis traducciones. Como en mis libros.
Fuiste amiga y discípula de Nicolás Rosa. Además publicaste un libro dedicado a él, y, previamente, con Laura Estrin, compilaron uno con textos de presentaciones y homenajes a diez años de su muerte, en 2016: Escritos por Nicolás Rosa. ¿Qué recuerdo o anécdota podés traer ahora?
–Escribí “Ni en Polonia” (Melodías argentinas), un “disparado trágico”, como se subtitula, contando el día en que murió Nicolás. Escribí el libro en el que cuento miles de anécdotas todas ligadas a que fue mi maestro, no del aprender sino del desaprender, del poder ir hacia la escritura que con “el saber” no tiene nada que ver. Eso es lo que llamo un maestro. Nicolás sabía para dónde iba yo, y esto no es una videncia parapsicológica, sino que Nicolás no era un crítico, era un pensador y me supo hacer las preguntas que me convenían (en sentido Spinoza) y frustrar una especie de compulsión al saber que tenía en la época en que pretendía que me enseñara lingüística. Y digo videncia en un sentido muy fuerte, la del tipo que escribe para el futuro. Nicolás fue quien me dijo “Seguí nomás con tus bodrios perdularios” mucho antes de que yo escribiera mis bodrios y en el trabajo que escribe sobre mis primeros libros –incluidos en El arte del olvido– deja afirmaciones iluminadas que hasta el día de hoy no “entiendo” y me inspiran en ese no entender. Una que me vuelve es cuando escribe que a diferencia de otros escritores, yo escribo para que “el lector deje de leer”. Un enigma activo es para mí esa frase.
¿Cómo ves a la crítica actualmente?
–No tengo idea de lo que pasa en ese campo. Nunca tuve idea salvo cuando el trabajo como profesora me obligaba. Más bien pienso como Beckett que todo en ese terreno es “demencia universitaria”. El Nicolás al que llamo maestro era el que me aconsejaba ser “estulta” y algo que solía repetir: “No hay que ser demasiado inteligente”.
¿Tenés planes de nuevos libros? Leí en algún sitio que habría uno de artículos sobre literatura, que se llamará, o llamaría La misma música.
–Nunca tengo planes. Es lo que te decía antes del estar siempre escribiendo y del continuo. Estoy escribiendo un libro que se llama Berretines. Mis obsesiones, mis lecturas, mis recuerdos más machacados que nunca, más construidos “en la punta afilada de una aguja” (Baudelaire). En cuanto a La misma música es un libro que efectivamente recopilaba mis artículos sobre literatura y ya no me interesa. Cada tanto publico en “Cuarta Prosa”, un sitio on line de excelente material, alguno de esos ya viejísimos trabajos. Hace poco publiqué uno sobre Hölderlin, otro sobre Baudelaire, cosas que todavía hoy me interesan. Escribo sí mis libros dejándome guiar por esos autores. Subrayados de la memoria que llevo en el bolsillo. Me gustaría agregar algo, nada de lo que dije tiene que ver con los jueguitos de palabras, o con el “pendejismo surrealista”. Todo lo contrario. Kerouac –pura prosa espontánea– clamaba: “FEELING is what I like in art, not CRAFTINESS and the hiding of feelings”. Hoy, si no se hace realismo chato se hace craftiness. “No es tan obvio contar la vida” como dice Savino sobre Cassavetes.