A casi un año de haber sido internado por coronavirus, el periodista y conductor Víctor Hugo Morales recordó sus días en terapia intensiva con un emotivo aquellos días con un emotivo y conmovedor relato, que fue publicado como prólogo para el libro Detrás de los barbijos. Además de contar su experiencia, reivindicó la labor de los enfermeros en la pandemia.
"Yo siento que sos mejor cuando sos agradecido. Todos esos sentimientos te hacen un poco mejor persona" introdujo el periodista en su programa de AM750. "Cuando estás en peligro y aparece alguien que te levanta el animo, te cuida y te mima, es extraordinario. Es cuando uno se enamora mucho de lo humano", agregó, emocionado.
Además, Víctor Hugo respaldó a los enfermeros que se desempeñan en el ámbito de la Ciudad de Buenos Aires y que este martes cumplen una jornada de paro en reclamo para ser reconocidos por la administración porteña como trabajadores de la salud y ser considerados empleados administrativos.
El relato completo de Víctor Hugo
Me van a bañar por primera vez fuera de la cama. Tito me pregunta si me puedo sentar y le digo que me parece que sí.
–Dame la mano, a ver –me dice mientras voy tratando de enderezar mi espalda. Él toma las piernas y las va quitando de la cama hacia el vacío. Me acomodo mejor y quedo sentado.
Las piernas ahora se apoyan en el piso.
–Quedate así, no te apures –me ordena persuasivo. Hace algo con el cableado del oxígeno que pasa con una cánula por mis narinas. Acerca el trípode que sostiene, en lo alto, el suero y los otros remedios que van directamente a las venas.
Me cambia la cánula por una máscara de oxígeno.
–¿Te mareaste? –me pregunta.
–Que no, que estoy bien –respondo.
–¿Seguro? –me insiste.
–Sí, Tito, vamos que puedo. Estoy bárbaro, me parece. –Tito se ríe y pone su hombro debajo de mi axila derecha.
–Agarrate bien. Uno, dos, tres. ¡Arriba! Bien, bien. Un guapo de aquellos sos. ¿Sentís algo? ¿Algún mareo? –El 10 hombre me sostiene con un brazo mientras doy un paso tras otro. Al mismo tiempo lleva todo el aparataje que está atado a mi cuerpo. A tres metros está el baño. Al llegar, con un pie acomoda el banquito en el que debo sentarme. Tito me sostiene, ubica el trípode, y coloca el pequeño taburete de madera casi debajo de mi cuerpo. –Despacito, no tenemos ningún apuro. Andá bajando, ahí, ya casi está... ¡Ehhh! ¡Campeón!, ¡ya está, lo hiciste!
Alejandro Mira (Tito), Alejandro López y Elizabeth fueron los enfermeros que más cerca estuvieron en los días de la clínica, esos días en los que me alejaba lentamente de la muerte.
Es en la ternura y la paciencia de ellos que encontré el más profundo amor por lo humano.
Hubo otros, y todos con igual dedicación, pero la frecuencia y la onda con los nombrados los convirtió en personajes inolvidables. Elizabeth me curaba la cola herida como si un animal me hubiera rasguñado con prisa. Mostrar el culo a una mujer no estaba en mis previsiones.
Pero al poco tiempo, nada importaba menos que eso. Uno se va quedando sin el pudor que provoca la exhibición de su cola, de su pito, de sus testículos, de su panza. El cuerpo es nada. Es una nariz, las orejas, es todo igual. Al cabo, el disfrute de las caricias que significaban la crema, las gasas, las toallitas, el cuidado del toque se convirtieron en algo deseado, esperado. “En un rato te curo”, me decía y yo disfrutaba del alivio por anticipado.
No les veía las caras, las máscaras y los barbijos ocultaban sus rostros. Un día, Tito se alejó hasta la puerta como si fuera a patear un córner y dijo que me iba a mostrar su cara, 11 así lo conocía. Era bien distinto de cómo me lo imaginaba. Tenía una idea de él muy diferente. Después, hasta verlo por segunda vez, era más fuerte la imagen que había inventado que la real. Aquel hombre astronáutico, que se movía con la suavidad de quien anda por la luna, un caminante del silencio, era la estatua que había esculpido en mi mente. Y el aspecto de hombre común, la foto del tipo bueno, sonriente y bien parecido perdía en la comparación.
Un enfermero, que en medio de la noche se desliza por la habitación cuando uno no duerme y las uñas han rasguñado las sábanas durante horas, es un amigo del alma. Esa sombra espectral que pasa a mirar cuánto suero hay, que toma el brazo y lo mira para ver si está todo en orden es lo único que se tiene en el mundo.
–¿No dormís? –pregunta Tito.
–No –dice uno buscando una respuesta–. Deben ser los corticoides, ¿no?
–¿Querés agua? Tomá líquido, todo lo que puedas. ¿Seguro que no precisás nada? En un rato vengo y cualquier cosa, ya sabés: tocás el timbre. Dormí un poco, quedate quietito y dormí.
El día empieza cuando entran como una tromba con inyecciones, toallas, gasas, elementos de trabajo. Todo a paso firme, casi alegre. Al anunciar el nuevo día, le ponen una nota de entusiasmo. Ofrecen un ímpetu arrollador que a uno le hace pensar que va a andar todo bien. “¿Desayunaste ya?”, “Hay que comer, hay que comer”, “Precisás estar fuerte, si no esto no camina”, te dicen mientras levantan la cama o acomodan la sábana. “A ver, date la vuelta un poquito. ¡Pero si estás 12 mucho mejor!”. Toman el recipiente de la orina: “Hiciste bastante, perfecto, esto promete”, te animan.
Las escenas que este libro describe tienen que ver con el dolor, la pérdida, la lucha de la vida y la muerte. El personal sanitario es el protagonista. Héroes civiles que, en el caso de los enfermeros, ni siquiera en esta etapa de tanta entrega y profesionalismo son reconocidos de esa manera. No son considerados como profesionales de la salud. No conozco una estafa mayor en el mundo del trabajo. Tito y los demás llegaban a la habitación después de un largo trajinar por otras salas.
Habían intubado pacientes, dado vuelta a los que ya estaban en esa situación y calmado a los que estaban lúcidos. Horas trajinando entre quienes podíamos contagiarlos. Llevándose a sus hogares el peso de las muertes, los gritos, los dolores y el gesto desesperado de quienes buscaban el aire que faltaba. Mal dormidos, comiendo entre sobresaltos, angustiados por la posibilidad de llevar el contagio a sus hogares.
Cada testimonio que conservemos de los tiempos de la pandemia nos hará mejores. Cuando se ama, el humano alcanza su más valiosa dimensión. Alguien que ama parece encontrar un camino de salvación. El amor por los protagonistas de este libro, por estos curadores del alma, nos fortalece, nos reivindica, nos hace mejores personas. También eso les debemos.
Víctor Hugo Morales
Buenos Aires, agosto de 2021