La palabra le impactó en el cuerpo. La dejó desperdigada en la calle aunque se la vea plantada como una rapera que se para en una esquina a decir su canto escrito a machetazos.
Ella habla desde el desconcierto que nació de su propio cuerpo. Ese hijo joven que mató a su esposa fue una parte tan íntima de ella que en la voz de la protagonista parece funcionar como un doble.
La mujer que interpreta Raquel Ameri con el detalle de sostener un estado como si estuviera en un rapto de posesión pero, al mismo tiempo, como una punzada que une el pensamiento sobre la situación, el dolor y cierta idea de alegato marchito y atolondrado, ensaya una pequeña batalla. Hay en Ameri una implicancia absoluta con su personaje que no le impide desarmar el texto de Rota como un mapa donde el drama del femicidio es puesto en la boca de una mujer.
La voz de la madre es un territorio sin eco. La dramaturgia de Natalia Villamil no se apiada completamente de la protagonista sino que permite pensar el Mal, el foco de la violencia desde una matriz que enreda y atenaza a sus propias víctimas. La violencia como una fuerza que se reproduce y se enseña, al mismo tiempo que se padece es una huella que el personaje de Ameri está empezando a ver. La comprobación que le brinda el acto definitivo de su hijo (ese acto que ella misma sufrió) le permite observar la escena del ultraje como si la descubriera por primera vez.
¿Cuál es la acción final, el momento en el que entendemos que hay una línea imparable de muertes? Esta es una pregunta silenciosa que guía la trama de Rota. Desde allí la mirada de Ameri parece detenida en la sangre del femicidio, como si esa imagen se repitiera hasta el insomnio y ella no pudiera evitar preguntarse si tuvo algo de culpa al momento de dar a luz a un hijo que fue capaz de matar a la mujer que decía amar.
El texto de Villamil contiene los procedimientos de una tragedia contemporánea. Menos estruendosa y didáctica que aquella que se originó en la Grecia Clásica pero con la delicada virtud de presentar un drama cercano desde un lugar que no es fácil de asimilar. Elegir el punto de vista de la madre del femicida implica considerar esa violencia como un conflicto social, agregar, sumar esas partes que a veces quedan ocultas o poco analizadas. El femicidio ocurre fuera de escena (ocupa el lugar de lo obsceno) y es narrado frente al público como si se desarrollara en ese mismo instante. En Rota el descubrimiento de la responsabilidad se une al maltrato que la protagonista padeció, por eso la lucidez que Ameri encuentra en su personaje no deja de ser pendenciera, confusa, tiene dolor y guerra al mismo tiempo. A ella la hirieron y quiere decirle algo al mundo pero no puede sentirse ajena porque ese hijo fue su sangre y su cuerpo.
Frente a esta estructura trágica y agónica, Mariano Stolkiner como director elige con acierto una puesta que se sostiene en la quietud del personaje. La imagen compuesta por ese cartel, suerte de grafiti que grita “Hijo de puta”, las luces rojas al costado, en la propuesta escenográfica de Magali Acha que demuestra siempre una comprensión precisa de los materiales, y la impronta roquera que adquiere Ameri en su exhortación, contrastan con ese contexto sórdido que podría haber ganado terreno en una puesta realista. La incorporación de la música de Rafael Sucheras junto con su diseño sonoro despliegan otra narración que se anuda al trabajo de Ameri y, por momentos, interrumpe su parlamento como una suerte de descarga.
La autora, la actriz y el director intervienen en esta pieza como en una ópera moderna que se cuenta en cada una de sus partes. Hay un ritmo en la dirección como si cada componente de la puesta en escena fuera un instrumento que se adentra en el espanto de esa muerte para examinarla desde un lenguaje puramente escénico.
Rota se presenta los sábados a las 20 en el Teatro El Extranjero.