Estábamos en el parrillero del montecito. La pileta estaba con el agua podrida. Fue en el mes de abril. Me acuerdo porque recién habían pasado los cumpleaños de Diego y Felipe. Comíamos con la mano las últimas costillas que quedaban. Ya todos habíamos guardado los cubiertos y los platos. No te la voy a hacer muy larga. Pero nunca hablé de esto hasta hoy que estamos los dos solos acá. En el mismo lugar donde ocurrió todo.
Quedaba poco vino, igual que ahora. Algunos armaban unos mates otros ya estaban empezando a saludarse. Parecía que nadie quería irse. Ni el sol. Caía despacio allá atrás de los eucaliptus.
Vos querés que te cuente qué pasó y yo tengo ganas de hablar. Quedémonos un rato más. Vaya a saber cuánto tiempo pasa hasta que volvamos a encontrarnos en un asado mano a mano en "el parrillero de siempre".
Bueno, hermano. No sé qué te habrán contado cuando preguntaste por qué no estábamos ni el Cabezón ni yo en tu a bienvenida-despedida. Aquella vez yo hice lo que tenía que hacer. Una especie de obligación que tenía conmigo. Desde entonces no vine más a "los asados más largos del mundo". Él tampoco.
No sé cómo empezó todo. Pero cuando lo vi cruzar la cancha de once con las cajitas de vino berreta ya supe lo que iba a pasar.
Una cosa trajo la otra y cuando me empezó a gritar me di cuenta de cómo podía terminar todo. Se me iba a venir encima o me iba a tirar una piña dando el tiempo suficiente como para que nos separen los muchachos. Y lo que yo quería era romperle la cara.
Y ocurrió eso: empezó a jetonear y a sacar pecho. Le faltaba la cinta de capitán.
Entonces, esperé que parara de putearme y cuando se hizo un silencio, le hablé sin gritar. Pero quería que escucharan todos. El petiso Andino me dio una mano porque se creía que estaba en un debate de televisión y hacía de moderador. Los hacía callar.
Esperé que se callaran todos y le dije que estábamos rodeados de amigos que iban a saber respetarnos y aceptar que teníamos que arreglar "eso" entre nosotros dos. Que teníamos que ir allá, a los eucaliptus, y cagarnos a trompadas. Solos. Los dos solos.
Él estaba seguro que iba a salir bien parado. Pero de pronto se dio cuenta que estaba por hacer algo que, creo yo, nunca hizo en su vida: pelearse a piñas de verdad.
Porque la imagen que tiene todo el mundo del Cabezón es la del guapo, gritón y prepotente con los árbitros y en los arremolinamientos de jugadores. Pero ahí nadie se agarra en serio. Pocas veces ocurre. O la de irse expulsado, puteando a los rivales y a la hinchada. Siempre pendiente de la ubicación de las cámaras de televisión.
Todos empezaron a hablar a la vez. Algunos me preguntaban qué me pasaba. Si estaba loco o en pedo. Nosotros dos nos quedamos mirándonos.
Entonces encaré yo. Me separé del grupo unos pasos. Como invitándolo a seguirme. No podía recular. Enfilé para los eucaliptus. Lo miré y no tuvo más remedio que arrancar. Se me vino sin bajar la mirada. Cuando arrancó creí que nos íbamos a agarrar ahí mismo antes de llegar a la pileta. Nos iban a separar. Siguió avanzando y sin dejar de mirarme insinuó una sonrisa o un gesto, no sé...
Nos damos un abrazo y volvemos cagándonos de risa, habrá pensado. Nos fajamos acá y listo, pensé.
No. Nos van a separar y va a seguir careteándola de guapo como siempre hizo en la cancha.
Creo que en todos los clubes que jugó fue capitán. En Europa también. Cuando recién se fue íbamos a la sede del Sportivo a ver las partidos. Si lo expulsaban creíamos que el que se iba de la cancha era un macho argentino que les ponía los puntos a los europeos.
¿Qué habrá pensado cuando me miraba así? Giré y empecé a bordear la pileta. La misma pileta donde nos tiramos cuando ganamos invictos aquel regional. Todos en sleep. Y la hinchada. Las novias. ¡A tu viejo lo tiraron también!... Ese fue el último año del Cabezón en este club y el último campeonato que ganamos. Tengo un par de fotos de ese día de gloria.
Caminé adelante. Seguro de lo que hacía. Pero con el corazón reventándome el pecho. Y la respiración acelerada. Lo había pensado tantas veces. Ya no había vuelta atrás. Lo dejé acercarse, pero sabía que no me iba a primerear desde atrás, no. No iba a rifar su fama de guapo.
Durante el juego, pegaba. De frente y de atrás, pero en el juego. Te daba la mano para levantarte después de haberte pegado como para que no te olvides nunca. En el corner siguiente te sacaba la dentadura de un codazo. Una basura.
Pero nadie le puso los puntos. Otros jugadores van a las notas en televisión y se ríen de las patadas que les pegaba el Cabezón. Terribles cagones. No. Cagones, no. Porque muchos delanteros guapos después de cobrar seguían encarándolo. Pelotudos, sí. Porque queda bien contarlo así por televisión.
Toda su guapeza fue puro amague. Alardes. Jetoneo. Igual que casi todos.
Ahora estamos frente a frente, entre los eucaliptus. Nos miramos. Vuelvo a mirar hacia esta parrilla y están todos quietos.
Creo que espera que hablemos y así zafar.
No.
Le amago con la derecha y levanta la guardia. Listo. Vas a tener que pelear. Esperaba que habláramos. Y después contaría su versión.
No.
Ahora sí. Empezamos a girar. Tiene miedo. Yo también. Pero me encorvo y voy con dos piñas arriba. Ya no tengo miedo.
Recuerdo las imágenes de este pelotudo que tengo frente a mí en aquel mundial. Pero no puedo parar.
Me tira un par de piñas como de compromiso. ¿Piensa que voy a parar? ¿Me parece a mí o con la boca rota trata de decirme "Che, Enano..."?
Lo veo en la televisión en un programa donde juntaron a varias parejas de jugadores que se casaron con modelos o vedettes. Todos cuentan cómo se conocieron. La viejas del pueblo tuvieron su material de conversación asegurado. Lo emboco cerca de la oreja y trastabilla. Creo que quiere abrazarme y trabar hasta que lleguen a salvarlo los muchachos. Miro para el parrillero y veo que arrancan para acá. "Es una locura lo que están haciendo, che".
Me apuro a descargarle todas las piñas que puedo. Quiero tumbarlo. Quiero que caiga. Pero es duro el hijo de puta.
Al final vos me preguntaste por qué pasó, y yo te cuento la parte de las piñas.
Chiqui, el hermano del Cabezón siempre trabajó de eso, de "hermano del Cabezón".
Fue presidente del club las veces que quiso. Mientras le dejó un mango. Pagó de su bolsillo la gigantografía del Cabezón con la camiseta de la selección. Y no sé si no fue regalo de algún chupamedias. Pero ese mismo año se hizo la tribuna nueva que da al boulevard y le cambiaron el piso a la cancha de basquet. Se quedó con varios vueltos importantes.
Vos ya estabas en Holanda. Tu viejo te habrá contado. Un asco.
Le amagué otra vez arriba y vi que ya no tenía reacción. Me dió risa. Hubiera querido que todos los pibes de las inferiores de los clubes por los que pasó el Cabezón haciendo pata ancha vieran esa cara deformada pidiendo perdón. Todos los pibes de las pensiones que visitó para tirarles un hueso y sacarse una foto para una nota.
Yo ya sentía que los muchachos se acercaban corriendo. "Pará, pará, Enano, ya está"...
Desde que tengo memoria en este pueblo nunca tuvimos un intendente con amor por la gente. Nunca. Nadie. Solamente tipos a los que les gusta figurar y hacer negocios.
El ídolo del pueblo, el Cabezón y su hermano, el Chiqui, fueron cómplices de todo eso.
"Tengo que tumbarlo antes de que lleguen", pensé. Y volví a darle arriba. Le rompí la cara. Pero yo quería que cayera.
Hace poco hubo quilombo con un maestro que está contra los agrotóxicos. Hay mujeres que perdieron embarazos. Gente con cáncer.
Chiqui lo hizo fajar al maestro por unos guachos que vinieron de afuera. Todos lo sabemos. Alguna gente saltó.
Después Chiqui organizó una kermés a beneficio del hospital y vino el Cabezón. Remataron la camiseta de la selección. Juntaron guita. Nada del bolsillo de ellos. Pero limpió su imagen, la del intendente y el senador del departamento.
Parecía que no iba a caerse nunca.
Pero lo tumbé con una piña al hígado. Cayó de rodillas. No quise mirarlo más. Ya fue. Salí caminando.
Todos los muchachos me pasaron por al lado. Seguí para la salida del portón sin mirarlos. El Lucho atinó a decirme "qué hiciste, Enano"... Lucho también sabe todo esto.
Pasé al lado de la pileta de natación con el agua podrida y nos vi a todos festejando aquel campeonato. Recién ahí me largué a llorar.