Silvia llega a las 8 en punto a Rivadavia y Perú, en el barrio de Monserrat de la Ciudad de Buenos Aires. Empieza a trabajar media hora más tarde que de costumbre. Una obra le impide extender su material y debe esperar hasta que le permitan ubicarse. Arma su puesto con mucha dedicación y paciencia, cada cosa tiene un lugar en la mesa. Acomoda adelante cadenitas, porta barbijos y anteojos de muchos colores y diferentes materiales, acrílico, metal, tejidos, que ella misma confecciona. Más arriba ubica fundas de computadora, antifaces y mochilas que elaboran unos amigos. Hoy, la manta se transformó en una tabla a 15 centímetros del piso, es para cumplir con una disposición del Gobierno de la Ciudad en esa zona. Se sienta en un balde de 20 litros de pintura, cuenta que es para cuidar la espalda. Esconde debajo de la mesa una mochila dónde trae agua, mate y algunas cosas para pasar el día. Para Silvia la venta callejera fue una forma de integrarse socialmente,  “de poder educar a mis hijas, darles de comer, de vestirlas y que puedan soñar con un proyecto de vida”

“Cambio, cambio, casa de cambio” es la banda sonora de la calle Perú. Se suma el freno de los colectivos, el paso apurado de quienes van a trabajar y un camión que despliega una maquinaria para una obra de cloacas. "Soy vendedora y manualista. Fui Revendedora mucho tiempo, pero un día salió mi parte artística", se presenta Silvia e inmediatamente saluda a una colega que se dispone casi en el cordón de Rivadavia y le devuelve un gesto con la cabeza. Su mayor satisfacción es ver crecer a sus hijas, ambas estudian y trabajan. El amor de su vida es Cloe, su nieta, a la que cuida cuando la menor está cursando.

Se lanzó a la venta callejera por necesidad en 2013: “Tenía 40, la sociedad me dijo que ya no servía y tuve que buscar nuevas formas para sobrevivir", explica. En ese momento estaba haciendo un curso de joyería, muy frustrada porque no conseguía trabajo, una compañera le propuso que extendiera una manta en Acoyte y Rivadavia. Recuerda que el PRO ya estaba en la gestión de la Ciudad y la venta ambulante era perseguida. 

 A Silvia le brillan los ojos cuando repasa lo mucho que le costó adaptarse y todo lo que aprendió esos años. “Tengo las experiencias más lindas de mi vida”, dice. Terminaba la jornada sin ventas, tenía que cambiar todo el tiempo los productos para probar qué funcionaba mejor: billeteras, mates, ropa. Todo se lo enseñaron sus compañeras. 

En ese entonces comenzó a organizarse con otrxs vendedores. Ante la violencia policial e institucional, resistieron para resguardar sus fuentes de trabajo y aún lo siguen haciendo. “Yo agradezco ser mantera. Vi como una compañera levantaba la manta y besaba el piso, porque ese día había logrado los recursos para llevar a la casa, me emociona. Tengo eterna gratitud”, se sincera. Ser manualista le permitió ubicarse en la calle Perú, en la que gracias a un amparo judicial por la lucha de lxs trabajadorxs, se permiten puestos en el marco de “Ferias y Mercados”,aunque todavía no está regularizado el funcionamiento.

"YO amo mi manta", dice Silvia que aprendió a resistir en la calle para poder alimentar a sus hijas.

Silvia viene de una clase de familia donde la calle no era culturalmente un lugar aceptado para una mujer. Incluso cuando comenzó a revender, a sus hijas les daba vergüenza decir que su mamá era mantera. Ella, sin embargo, se siente orgullosa y por eso ama su manta: “muchos no lo consideran un trabajo y eso es un problema, porque nos faltan derechos”


Compañeras de vereda

Delia es salteña y vive en la Ciudad de Buenos Aires desde los 13, “soy más porteña que otra cosa” reconoce. Se ubica junto a Carmen y Marina, al costado de las vías del Ferrocarril Sarmiento, sobre Av. Nazca. Ya se movieron de cuadra cuatro veces desde que comenzó el día. Entre la policía, otrxs vendedores, los locales y el sol de verano que sofoca, es difícil ocupar un lugar fijo. “Para poder vender en la calle hay que andar corriendo”, dice y la mira a Marina para que se sume a la charla: “Yo me dedico a la venta desde que llegué de Perú, hace 28 años. Así puedo mantener a mi familia, tengo 6 hijos, 8 nietos. Soy madre soltera”, agrega y enseguida vende un pack de cuatro barbijos a $100 pesos. Delia, en cambio, ofrece colchonetas y accesorios para mascotas “hace tres años, estaba sin trabajo y me enteré que tenía cáncer, entonces me lancé a la calle, vendo para sobrevivir”.

Carmen es más tímida, asiente con la cabeza reafirmando lo que dicen sus compañeras y mira hacia abajo sonriendo cuando le sugieren que se presente. Se ubica en la esquina. Sostiene con la mano izquierda a su hija y con la otra, el mango de un carrito en el que lleva una heladerita de telgopor llena de marcianitos “en tiempos de calor sale mucho, es agua hervida con fruta. En tiempos de frío vendo ropa”, explica. Hace 10 años llegó de Bolivia y empezó a trabajar de vendedora, se ubica de lunes a sábado sobre Nazca y los domingos en alguna feria de la Ciudad. Al igual que Delia y Marina, es madre soltera y la única que garantiza un plato de comida para sus dos hijas.

A Marina le encanta bailar. El año pasado, su hijo menor cumplió 18, ya eran menos en la casa y decidió tomar clases de folclore en una parroquia de la Zavaleta. Aprendió chamamé y Zamba; ahora planea hacer un curso de marroquinería. Confiesa que todo lo que hace y aprende es para que sus hijos salgan adelante, quiere darles el ejemplo porque son su prioridad “no quiero que todos se dediquen a la venta. Estoy luchando para que los más chicos puedan estudiar”.

Delia, por su parte, prefiere ver la tele o películas. Tiene poco tiempo para descansar, vuelve a las 20 y al otro día se levanta a las 6. Va a Once a comprar la mercadería y luego a Nazca al 200 para colocar su manta. Su piel refleja las extensas jornadas bajo el sol, sonríe cuando lo menciono; se levanta la remera para mostrar la diferencia de colores:  “Me hace muy bien porque es vitamina D”, señala.

El 19 de diciembre del año pasado Delia y Marina estuvieron detenidas por 48 horas, aún tienen una causa abierta. Hablan bajo cuando lo cuentan y miran alrededor, uno de los vendedores que las denunció estaba cerca. Además encauzaron una denuncia para conseguir un botón de pánico a través de la Defensoría de la Mujer. Marina insiste en que fue una situación muy violenta e injusta, ellas solo estaban reclamando un lugar en la vereda para poder feriar “un vendedor que tiene 4 empleadas (mujeres) ocupó el lugar y no quiso compartir la calle. Llamó a la policía y lo protegieron. Son una mafia, contratan empleadas y ocupan el lugar de 4 vendedoras”.

Aquel día caluroso de diciembre, ambas fueron golpeadas y amenazadas. Cuando llegaron los oficiales, las subieron a un patrullero, supuestamente las iban a llevar al hospital por las lesiones. En 15 minutos estaban declarando en la comisaría 50, de la comuna 11. “Nos llevaron engañadas. Nos habían denunciado como agresoras, cuando estábamos defendiendo nuestro lugar de trabajo. Nos detuvieron por ser mujeres y pobres”, reclama con bronca Marina que luego de 48 horas en el calabozo estuvo varios días con presión alta.

Desde el Sindicato de Vendedores Ambulantes denuncian que existen grupos de empresarios particulares que monopolizan algunos espacios públicos de la Ciudad, desplazando así a lxs independientes. La informalidad en el trabajo, las situaciones de vulnerabilidad social y de salud, la necesidad de salir a hacer la plata del día para poder alimentar a la familia, son situaciones cotidianas que viven muchas trabajadoras. A esto se suma la discriminación por ser mujeres, estar en situación de pobreza y ser migrantes. Las fuerzas policiales, avaladas por el código contravencional vigente en la Ciudad, expulsan y marginan aún más a quiénes ya viven en la precariedad. “Nosotras nos ayudamos entre todas, sabemos lo que cuesta y lo difícil que es ser mujeres en esta situación”, refuerza Marina. Delia opina que para estar más unidas son necesarias las movilizaciones y la organización, ella fue víctima de violencia de género y admira a todas las mujeres que se animan a denunciar.

Según la legislación de la Ciudad, como ocurre en casi todo el país, la venta callejera es una contravención. El artículo 83 del código contravencional indica que solo está permitida la venta ambulatoria de baratijas o artículos similares. La realidad es que lxs vendedores sufren situaciones de represión y hostigamiento de forma cotidiana. En la última modificación del código aprobada por la legislatura porteña, se endurecieron las sanciones incluyendo detenciones entre 48 a 72 horas para simples contravenciones. La memoria de María Berrechea y Beatriz Mechato Flores, dos manteras que murieron cuando eran perseguidas por la Policía de la Ciudad, está presente en cada trabajadora que se lanza a la calle por necesidad o elección. Son ejemplos del miedo que provoca la precarización, la falta de derechos y el abandono por parte del gobierno.

De Once a Ciudad Evita

Nancy cierra los ojos, toma aire y se sumerge en la pileta de Defensores de la Tablada, extiende los brazos y hace unas brazadas suaves para avanzar. Aprendió a flotar hace unos años y hoy nada tres veces por semana. Se toma ese momento para ella, deja a un lado las responsabilidades como madre y abuela, es una forma de darse tiempo y despejarse. 

Durante la pandemia la artrosis no la dejaba caminar y un traumatólogo le recomendó nadar. Ella aceptó la invitación, porque no puede permitirse frenar y tampoco le convencía sumar una medicación. “Estoy mejor, ahora puedo caminar más de una cuadra. Además me hace sentir bien física y mentalmente, y para la edad que tengo me siento de 15”, lanza entre risas. 

Tiene 74 años y hace más de 20 que trabaja como mantera. El día que hablamos no pudo ir a feriar porque llovía y aprovechó esa tarde para descansar. Tira manta en Av. Crovara y Av. Cristianía, pasando la rotonda de La Tablada, por Ciudad Evita. Para vender en la calle le cobran 12 mil pesos mensuales, es la cuota actualizada para febrero. Un valor que define el comerciante que alquila el local ubicado en la vereda, una suma que va cambiando de forma deliberada según cada vendedor. 

Es un abuso que nos cobren, pero la necesidad te obliga, si no pagas, no vendes”, resume. Antes de la pandemia tenía un puesto en Once, “ya soy una persona mayor, hace dos años era fácil para mí ir hasta allá y regresar a la noche, ahora ya no puedo”. Fue una de las vendedoras desalojadas durante las jornadas de represión de la Policía de la Ciudad en 2017. Luego comenzó a trabajar en uno de los galpones que construyó el gobierno de Larreta con la promesa de un trabajo formal. Sin embargo, las ventas eran mínimas y en muchas ocasiones ni siquiera le alcanzaba para costear el viaje o el almuerzo. 

Para Nancy ser mantera es un trabajo digno “las mujeres que estamos en la calle, las que salimos a buscar el pan del día, hacemos un sacrificio muy grande. Muchas somos mamá y papá de casa. Es algo que se tiene que reconocer, dignificar” y afirma que en todos sus años de vendedora sufrió discriminación: “muchas personas nos tratan mal, piensan que somos ignorantes, que no tenemos estudios, pero se confunden, vender en la calle es una necesidad, tengo un trabajo informal porque a mi edad ya no puedo trabajar de otra cosa”.

El humor como estrategia

Evangelina prefiere el color rosa. Se pone un piluso haciendo juego con la remera, elige ropa cómoda y fresca. Es feriado y un puñado de personas camina por Plaza Constitución. Sobre una sábana, dobla meticulosamente la ropa que pretende vender en la jornada. Hay de todo: enteritos, remeras con lentejuelas, corpiños de encaje, polleras tableadas, un jumper, carteras y zapatos. “Es ropa usada de marca y de buena calidad. Me lleva mucho tiempo seleccionarla”, admite. Es madre soltera, militante y actriz. Empezó a tirar manta después de la cuarentena estricta en 2020, antes vendía comida en la calle. “Fui una de las despedidas durante el Gobierno de Macri, no conseguía laburo y veía que la situación era bastante complicada. En la desesperación por bancar a mi hija, arranqué vendiendo ensaladas de fruta”

Se sube al escenario al menos una vez por mes con un grupo de humoristas feministas. “Este trabajo me permite tener tiempo para sentarme, ponerme a escribir y pasar tiempo con mi hija”, sin embargo, aclara que le gustaría conseguir otra cosa. No ama la manta, pero hoy le “sirve para sobrevivir”. Hace 10 años que practica stand up, encontró en el humor una forma de canalizar la “mierda de esta sociedad”. Su primer monólogo se llama Madre Soltera y lo escribió tras quedar embarazada, luego de sobrevivir a una relación violenta “desde el humor me di cuenta que se canaliza de otra forma, y la gente lo necesita para ponerse a pensar”.

Evangelina es una de las despedidas del macrismo, no ama la manta pero es un trabajo que le permite sostenerse como madre sola de una hija.

Evangelina ansía la organización entre las vendedoras, quisiera que todas luchen por sus derechos y reclamen lo que les corresponde como trabajadoras. Suele charlar con otras manteras, así entendió que no todas tienen las mismas posibilidades e información para generar espacios de debate. “Es un trabajo en el que se está 12 horas, de la mañana a la noche. Nos ganamos la vida día a día, yo tengo una familia que me ayuda, pero si no fuera así no se si podría militar”, admite. Muchas de las vendedoras que ve a diario son mujeres, cargan a sus hijxs en brazos, escapan de situaciones de violencia y para colmo “el sistema y la situación de crisis nos obliga a hacer algo que ni siquiera nos deja tiempo para organizarnos”.

En sus monólogos ironiza sobe las situaciones que viven la mujeres en la calle, las violencias, la pobreza, se imagina un mundo mejor, con más empatía, con otras opotunidades para su hija y sus compañeras “la vida es una sola, tenemos que pelear por lo que nos corresponde, logramos la legalización del aborto, pero falta un montón, estar en situación de pobreza es un problema, el patriarcado no se terminó”.

Las trabajadoras que despliegan la manta llevan en sus voces las luchas para sostener económicamente a sus familias, el cansancio de los cuerpos que bancan el sol, la lluvia, años de moverse de un lado a otro para conseguir un lugar. Las manteras comparten la calle y un deseo: que su trabajo sea reconocido y respetado.