Aquella tarde de otoño a pocos años de recuperada la democracia, me había acercado a la peluquería de mi infancia empujado por un cierto viento de melancolía, pero también con la curiosidad de saber si Pascual había sobrevivido a los años de la dictadura porque nunca supe nada de él.
Parado frente al ventanal de vidrios amarillos de polvo viejo, observaba el local desierto que parecía atascado en el tiempo. El lugar aparecía reducido comparado con el que conservaba en mi memoria adolescente. Parado en la vereda cerré los ojos y me imaginé sentado en el cómodo sillón de peluquero atornillado al piso que, apostaba, era el mismo de 50 años atrás. A mi alrededor los mismos cuadros de aquel entonces. El escudo de Independiente recortado en madera, el poster del equipo campeón del 64 con Santoro, Rolan, Ferreiro, Bernao, Mura, y Savoy, entre otros. Una estampa del Che y en un pequeño cuadrito un carné del Partido Comunista, con la foto de Pascual, el peluquero. Arrebujado por el perfume de la gomina Brancato que me arrastraba hacia el pasado, me pareció oír cómo se abría la despintada cortina de aluminio retorcido.
Vestido de impecable delantal blanco apareció lentamente Pascual con el cuerpo desmesurado que tenía en mi memoria. Casi sin respirar pensaba rápidamente qué decirle a ese hombre de mi infancia apenas me reconociera.
Con un ademán amable al tiempo que sacudía una tela blanca, me invitó a ocupar el antiguo sillón con pie de metal. Acomodó sus lentes de marcos gruesos, desplegó la tela que ató a mi cuello y caminando a mi alrededor fue rociando mi cabeza con una pequeña nube de agua perfumada. Hipnotizado por el ruido de las finas tijeras cerca de mis orejas, evocaba aquellas tardes de mi infancia cuando Pascual me contaba de la vida del Che y sus aventuras en Cuba al tiempo que aseguraba que pronto llegaría a nuestro país para liberarlo.
Siempre recuerdo aquel día en el mes de octubre de 1967. Había muerto Ernesto Guevara hacía pocos días. Nos habíamos trenzado, furiosos, hablando de fútbol y de Racing, pero terminamos hablando de Perón y los comunistas. Fue el día en que discutimos tanto que me fui de la peluquería con la cara enjabonada dejando a Pascual con la navaja en la mano y puteando mientras desde la vereda le gritaba rojo amargo, cagón y comunista.
Después de aquella pelea nos reconciliamos. Luego la vida nos separó por años.
Cuando abrí los ojos, porque los recuerdos fuertes hacen abrir los ojos cerrados, me pareció que las viejas cortinas metálicas se movían y que Pascual sin reconocerme se retiraba y desaparecía dejando el local vacío.
Miré por última vez la antigua peluquería, cuando comenzaba a lloviznar en las calles de Mataderos y me alejé lentamente de aquella vereda del pasado, inmerso en confusos pensamientos que mezclaban los insultos de aquel día con una inmensa tristeza en mi corazón.
El autor de la nota es actor y escritor. Vicepresidente de RTA SE.