“Una cosa que aprendí por crecer en Brooklyn es que si te ofrecen una oportunidad no la dejes pasar. No tenés que estar calificado. Solo tenés que tener el descaro de enfrentar todas las caídas posibles”, dijo Bevery recordando el día que mintió para poder participar en el Festival de Los Dos Mundos (Spoleto, Italia, 1962) en el que iban a exponer Henry Moore, David Smith, Giacomo Manzù y Alexander Calder.
El Festival exigía que supieran soldar y ella, que no sabía, dijo que sí. Aprendió en tiempo de descuento en los talleres de una fundición italiana, presentó su obra Il Dono di Icaro, una escultura en hierro y acero: “un anhelo de libertad y elevación de las propias posibilidades”, y se hizo famosa. Pensar en la intrépida de Brooklyn del barrio Flatbush que eligió la italiana colina de Todi, Umbria, como su lugar en el mundo, es pensar en la artista monumental que Patti Smith eligió recordar el 8 de marzo; en las manos que dibujaban a su hija, la poeta Jorie Graham, y en los primeros versos de uno de sus poemas: “Mientras muere solo las manos de madre siguen sin morir, cortando el aire” (Mother’s Hands Drawing Me).
Es pensar también en las esculturas enormes que le ganan espacio al aire, en un paraíso pagano y chispeante, en corpulentas obras de tierra, acero, madera, hierro y piedra que desafían serranías en museos y en espacios públicos a cielo abierto. Descubrir a Beverly es ir tras una travesía de figuras gigantes, mejoradas migas del tradicional cuento infantil, que marcan el camino y la leyenda. Vivió en un castillo medieval restaurado, compartió noches y días con Fellini, Mastroiani, Katherine Graham, Antonioni, Audrey Hepburn y montó un espectáculo de formas etéreas para que lo abstracto luzca como una silueta conmovida. No es difícil después de ver sus piezas geométricas con los interiores esmaltados inventarle sueños propios donde ella era una mariposa-koala trepada al tronco del árbol que días después iba a convertir en una estatua sinuosa sin cara ni retrato.
Descubrir a Beverly, la creadora de Zig-Zag (1967), tres marcos cuadrados unidos en ángulo que actúan como un espejo de planos, es descubrir a una mujer que no se inmutó ni se hamacó ante los ataques, ¿por qué iba a hacerlo si estaba preocupada por conseguir que la idea en su cabeza pudiera ser vista desde diferentes puntos de vista según quien la mirara, y si el que la miraba iba en un auto, mejor? Un festín del contrapunto, un observador observado. Beverly superó la época en la que mujer (o una madre, que para algunos sigue siendo lo mismo) no podía hacer esculturas grandes porque hacer esculturas grandes era patrimonio de la fuerza corporal y del arte de fundir metales y, la fuerza corporal y el don de la fundición, la tenían los hombres, no las madres: “era novedoso que una mujer hiciera escultura, un medio sudoroso y musculoso, la más masculina de las artes visuales”.
Hija de inmigrantes judíos, su papá era peletero y vendía alfombras, y su mamá lavaba ropa y era voluntaria activista en la Asociación Nacional para el Avance de la Gente de Color (NAACP), estudió diseño industrial y publicitario, fue rechazada en un curso de ingeniería por ser mujer, se casó, se divorció y se volvió a casar (la segunda vez con Curtis Bill Pepper con quien vivió hasta que él murió en 2014), estudió cocina en Le Cordon Bleu y pintura en los talleres de André Lhote y Fernand Léger. Instaló su edén en Umbria, donde la historia es futuro, y prefería (eso le gustaba decir) vivir en una fábrica antes que recibir diamantes. Una motivación, un embeleso.