El scandi noir se ha convertido en una de las narrativas más populares de los países nórdicos. El crimen alojado en el corazón de un estado de bienestar como grieta inminente en su pretendida armonía. En el clima gélido cercano al Ártico, en esa geografía de fiordos y bosques de verde perenne, el Mal asume un rostro grisáceo y mundano, intrínseco al capitalismo y su competencia impiadosa, vestido de saco y corbata y con los mejores modales. Los primeros éxitos literarios llegaron de la mano del sueco Henning Mankell y la saga del detective Wallander, que del papel pasó a la televisión y abrió un campo fértil para esa conversión del policial negro en su vertiente fría y desapegada. Toda la negrura moral del film noir se convertía en las ficciones escandinavas en la emergencia de ambiciones reprimidas y soterrada xenofobia, en crímenes sexuales y corrupción financiera, todo signado por un clima helado y desencantado que conduce, con afinada precisión, la más certera crítica social.
Si bien suecos y daneses fueron las estrellas del género, con éxitos como la serie Forbrydelsen (2007), creada por el novelista Soren Sveistrup, y Bron/Broen (2011) y sus múltiples epígonos, creados por Hans Rosenfeldt, la narrativa noruega halló identidad en la exploración de entornos citadinos y profesionales como eje de sus intrigas policiales. Uno de sus grandes nombres fue Jo Nesbo, novelista y estrella de rock, artífice de la exitosa El muñeco de nieve, y quizás su mejor representante sea Anne Holt, abogada y ex ministra de Justicia en los tardíos 90, convertida en una de las celebridades literarias de los últimos tiempos. Cuando en 2011 un terrorista masacró a más de 70 personas en el corazón de Oslo y en la isla Utoya, en un ataque preñado de consignas xenófobas y negacionistas, Holt señaló que aquello no era una anomalía sino que el agresor Anders Behring Breivik era un emergente de la sociedad noruega, la misma que revelaba allí los límites de su propia integración y progreso.
Las guionistas Anna Bache-Wiig y Siv Rajendram Eliassen contaron aquella trágica historia en la película Utoya. 22 de Julio (2018), explorando justamente los contornos del atentado, el trasfondo social que propició el arribo de una violencia brutal. Dos años después ellas mismas dan vida a Caza de brujas –estrenada en Noruega en 2020, luego en Gran Bretaña el año pasado, y desde hace algunas semanas disponible en nuestro país a través de Flow-, miniserie que se apropia del ABC del scandi noir para trasladarlo al entorno corporativo de una firma de abogados y el proceso de defensa de un importante empresario acusado de lavado de dinero. El entorno ya no es el de la naturaleza y su inmutabilidad, la espesura de los bosques, el invierno prolongado y la intempestiva emergencia del crimen, sino la moderna Oslo y sus corporaciones, las alianzas entre el poder económico y la justicia, los tentáculos que revelan la permanencia de una impunidad que nunca parece contestada.
Ida Waager (Ingrid Bolsø Berdal) es la directora financiera del estudio de abogados que representa al empresario Peer Eggen (Mads Ousal), acusado de evasión impositiva. En el comienzo de la serie, un testigo clave que prometía inculpar a Eggen cambia su testimonio y la causa naufraga con el consiguiente desprestigio de los investigadores de Delitos Económicos. Jann Gunnar (Preben Hodneland) es el abogado líder de la defensa, personaje sombrío y ambicioso que custodia el secretismo de sus acuerdos y la lealtad de su equipo. El conflicto con Ida surge a raíz de una factura por un monto millonario que la firma debe abonar a una consultora que no figura en la lista de proveedores. Ida rastrea su proveniencia, interroga a los abogados y descubre una red de pagos ilegales que revelan el lavado de dinero. Mientras tanto, la periodista free lance Aida Salim (Sara Khorami) sigue las actividades de Eggen y su sospechosa falta de responsabilidad en el caso impositivo y el policía de Delitos Económicos Eirik Brathen (Fridtjov Såheim) debe lidiar con las restricciones a su investigación y la impunidad de los poderosos.
Como ocurre en las historias policiales del scandi noir, lo que importa no es el quién sino los meandros del qué y el espeso trasfondo del porqué de su concreción. Aquí el enigma no es la autoría de un asesinato sino el alcance del entramado de corrupción que combina las ambiciones de los abogados con la feroz codicia del multimillonario Eggen. Ida funciona como la puerta de entrada a la intriga, movida inicialmente por sus escrúpulos en el cuestionamiento de la documentación, en las preguntas por la opaca identidad de la consultora, para luego descubrirse el blanco de una persecución interna, que enlaza sumarios y falsas denuncias, una estrategia de apariencia legal que busca acorralarla y desacreditarla. Y la crisis no se mantiene en los márgenes de su ambiente laboral, sino que se expande a su familia: su marido le exige eludir problemas y mantener la armonía, su hijastro es el nuevo abogado estrella de la firma, su hija adolescente sufre la desatención.
Anna Bache-Wiig y Siv Rajendram Eliassen recogen los tópicos de la narrativa nórdica que ubica al delito como la punta del iceberg de una crisis que corroe los cimientos de una sociedad en apariencia igualitaria. Los acuerdos ilegales también salpican a una ministra que impulsa una ley de transparencia y se ve involucrada en el lavado de dinero; Aida Salim debe lidiar con la misoginia y el racismo de su propia redacción para llevar a cabo la investigación sobre las finanzas de Eggen; y el propio aparato del Estado representado en el policía Bråthen debe enfrentarse a las presiones del poder económico que pone obstáculos en el camino de la justicia. En ese complejo juego de cartas en el que algunos pierden y otros ganan, Ida explora no solo sus miedos e inseguridades, sino el verdadero rostro de la escena corporativa de la que se sentía parte, las mieles de la pertenencia que se revelan tan amargas como el olor de los cadáveres ocultos bajo la alfombra.
En aquel 2011, año de los atentados en Oslo y también momento crucial para la narrativa criminal noruega con autores como Nesbo, Holt, y el periodista Thomas Enger en la lista de best sellers, el diario inglés The Independent publicaba una extensa nota sobre los méritos de las ficciones nórdicas para registrar un clima de época tan convulsionado. Entre quienes analizaban el fenómeno, el escritor Gunnar Staalesen -para muchos el heredero noruego de la pluma incisiva del sueco Stieg Larsson-, creador de su propio detective, un desencantado trabajador social que husmea en las crisis contemporáneas, señalaba: "Creo que mi generación (nací en 1947) todavía sueña con una sociedad ideal, una democracia que funcione basada en el bienestar y la solidaridad. Muchos de los políticos en Noruega, incluso los de derecha, creían en los mismos ideales. ¿Tiene hoy sentido sostener esta creencia? Francamente, no estoy tan seguro".