Hoy todo duele. Todo el tiempo duele. Duelen las sombras y las ausencias. El silencio. Ese silencio hondo, impenetrable, que retuerce el alma. El olvido duele. Y la tristeza. Hoy todo duele. Sin parar duele.

Lo dijo Donald Rumsfeld, ese poeta de la guerra global. El peligro no viene de lo que sabemos, ni siquiera de lo que no sabemos, sino de las cosas desconocidas que no conocemos. Gracias a este tipo de silogismos descubrimos el genocidio más sangriento de nuestra historia. Un país fusilado contra el paredón de su patio trasero. Por un fascismo hecho de retazos .

Es probable que el término fascismo sea el más vago de los términos políticos contemporáneos. La palabra tiene carácter de sinécdoque. La borrosidad del significado es el elemento propicio de una versatilidad eminentemente pragmática. El argumento fundamental viene de la epimediología: raza, pueblo, origen. La pura nación inmemorial. Algunos de estos rasgos son consabidos: nacionalismo o nativismo; culto a la tradición; un neolenguaje de sintaxis elemental, a fin de limitar los instrumentos del razonamiento complejo y crítico; explotación del miedo; elitismo popular o populismo selectivo. Un misceláneo cajón de sastre.

En su proteica inestabilidad, estos atributos dan cuerpo a una manera de pensar y sentir, conforman y se nutren de hábitos culturales. Es la obligación de contraponer la historiografía a la “ahistoriología”, a una refección de la historia en función de los intereses del momento político. De ahí que la junta militar fascista que ejecuta el golpe de marzo del 1976 entendiera de inmediato que los mundiales de 1978 y juvenil Tokio 1979 fueran acontecimientos políticos (no deportivos) de profundo impacto instrumental e ideológico a “comercializar” de forma pragmática. Una forma de conquista dulce de las “plazas públicas” del Ágora. Una hipérbole de realidad unidimensional cementada en un entusiasmo colectivo legítimo e inducido, alcoholizado de fútbol, de patria, de nación y de bandera. Es difícil mirarse hoy sin trampas, sin filtros, con todas nuestras fragilidades a cuestas. Eso cuerpos inertes han venido para siempre a habitar nuestra tristeza.

En Introducción a la metafísica, Heidegger justificaba el fascismo como un “destino del ser”, una coartada que eximía de cualquier responsabilidad personal. Por su parte Habermas -el filósofo europeo más influyente de las últimas décadas-, cuyo padre había sido un destacado colaborador del régimen nazi, era partidario de que sí había una culpa colectiva. Una culpa que, al menos, tenía que solventarse con un reconocimiento público. Se posicionó contra la negación de una responsabilidad colectiva que facilitaba la evasión “a aquella mentira vital que hace creer que uno no ha obrado erróneamente en ningún momento en condición de individuo singular”, es decir, de no haber sido autor sino víctima de la situación. Afirmaba -como Jaspers- que de la culpa política de un Estado criminal son colectivamente responsables todos los miembros de ese Estado; y añadía, que “sin la conciencia de una responsabilidad colectiva no sería posible reconstruir una sociedad enferma”. Esta falta de reconocimiento de la que habla Habermans es la que no deja de retornar hoy como nuevo fascismo: el fascismo de la postmodernidad. Ese nuevo Minotauro embravecido en su laberinto.

Hoy todo duele. Sin parar duele. Somos lengua; es decir imaginación y memoria. La muerte definitiva solo acontece con el olvido. Necesitamos transformar lo siniestro en una especie de poesía. Se lo debemos, a ese río lleno de cicatrices.

(*) Ex jugador de Vélez, y campeón del Mundo Tokio 1979