De joven usaba el pelo largo, de viejo... también. "Ustedes no serán maricones como los bitles esos que usan melena de mujer, ¿verdad?", nos preguntaba frecuentemente desde el centro de su preocupación, don Aníbal, carnicero del barrio, fanático de Ñul y padre de mi amigo Gabriel. Eran tiempos confusos, con un idioma inglés muy mal traducido, en donde el significado de hippie era piojoso, rock, sinónimo de ruido a lata y el término beat olía a sótano. 

Los extraños de pelo largo no teníamos una respuesta clara para nuestra demora crónica en pisar una peluquería, tampoco nos preocupábamos por tenerla, pero era evidente que dicha decisión molestaba el monótono tránsito de niño a adulto sin etapa intermedia marcada con vestimentas, música y un estilo propio, que reflejara un cuestionamiento en el aprendizaje junto a la necesidad de expresar sentires auténticos. 

Algunas actitudes del rockero inquietaban a su progenitor, principalmente su escaso interés en temas tan necesarios para integrarse a una charla de hombres, boxeo, fierros y fútbol. Mi amigo solía regalarme los posters centrales de una revista Goles no leída y colgaba en las paredes de su cuarto, láminas de paisajes o retratos de un tal Vincent van Gogh, con el mismo entusiasmo con el que cantaba Hey Jude en su guitarra criolla destinada a clases de folklore o gastaba todos los blocks de papel para cartas existentes en la casa dibujando y pintando pavadas. 

El Gaby me suplicó que lo acompañara domingo por medio a la cancha junto a su papá, para que dicho paseo no le doliera tanto. En parte me sacrifiqué por un amigo visitando la cancha del histórico rival, pero a su vez disfruté poder contar con un padre postizo durante noventa minutos cada quince días. Mi función consistía en sentarme en el medio del conflicto cual paño de algodón separando dos vidrios espejados próximos a chocar. 

Con mi oído izquierdo escuchaba comentarios propios de un amante del fútbol vernáculo, silbidos para los troncos, endiosamiento de habilidosos, insultos para los árbitros, amor a la camiseta. Desde el otro sector me llegaba una descripción de colores y sensaciones desplegadas sobre un lienzo verde, enmarcado en una pasión encarnada. El artista percibía un vibrante efecto de pinceladas en líneas fragmentadas ante cada desborde de Heraldo Bezerra por el costado izquierdo de la tela. Cada vez que Ángel "albañil" Silva escondía la redonda debajo de su botín derecho sentía descansar su vista en un oasis de belleza, apartándola del fuerte contraste que generan los que sólo destruyen. 

Cuando el ”mono“ Obberti ingresaba zigzagueando al área con pelota dominada notaba una yuxtaposición violenta de colores cálidos que dificultaba su respiración. Esperaba ansioso los goles durante los partidos para gozar viendo a la masa mezclar en sus gargantas un cóctel de tonalidades fuertes inventando el color gloria. 

Una tarde de chupina en bote, remando sueños de independencia, el dibujante compulsivo me invitó a visitar el museo de bellas artes. Ante mi tajante negativa, mezcla de mi vasto desconocimiento en el tema y envidia por su temprana elección, recibí de su boca una enseñanza que me acompaña hasta el presente. "Mira, Flaco... conozco tu sensibilidad, nada más que eso precisas para entrar a la exposición. La ignorancia, en este caso, te va a jugar a favor, porque sólo te detendrás ante una obra que te impresione, que te haga sentir antes que pensar. Cuando esto ocurra, descubrirás un hilo invisible que te une a través del tiempo y la distancia con el autor de dicho cuadro. Lo único que sé es que voy a pintar toda mi vida, más no quiero recibirme de pintor como otros desean ser abogados, contadores o médicos, pintar para poder vivir, un hombre debe amar primero, después trabajar para ganarse el pan, pero nunca trabajar sin amar porque se corre el riesgo de enamorarse de su trabajo o peor aún, del dinero que éste genera. Amo al arte en todas sus formas, sólo necesito un laburo para poder mantenerme". 

Regresé al Castagnino en innumerables ocasiones, a veces acompañado solamente por mis estados de ánimos, otras como guía de hijos, sobrinos y nietos con la intención de transmitirles el mismo mensaje. Hace una docena de años que viajo sistemáticamente a Santa Clara, lugar que elegí para contemplar el mar, masa de agua con sal que me cura de todo mal. Caminando por la avenida Acapulco durante un atardecer de un día nublado, unos cuadros del holandés, los mismos que vi en mi infancia, me llamaron desde adentro de la peluquería Tío Pepe. 

Disimulé mi emoción sentándome en un sillón y esperando en silencio el ruido de la tijera. Cortarme el pelo una vez al año, se me hizo hábito hasta la pandemia. En el entretiempo volví a usar cola de caballo como en la adolescencia cuando estaba obligado a ocultar la evidencia debajo de la camisa. 

Después de dos años de miedo y muerte nos reencontramos mi peluquero y yo, ambos más viejos y más sensibles. Recién en este último encuentro me atreví a contarle sobre mi amigo y la nostalgia que siempre me había despertado la decoración de su negocio. Por su parte, José me señaló con su secador de cabellos una obra cargada de color amarillo, y me dijo "se llama El segador, para Vicente el campesino representaba la muerte y cada trigo cada uno de nosotros. Nunca esperé tanto el regreso de ustedes, saber si habían podido escapar de la segada, poder escucharlos como antes, mentiras verdaderas en vacaciones". 

En la despedida me pidió que le avisara a mi amigo que tenía un corte gratis, que sería bueno, alguna vez, hablar sobre pinturas con algún cliente que sepa del tema. Le mentí que le pasaría el recado, tal vez por considerarme un coleccionista de decepciones ya no busco más a nadie, dejo que la vida o el destino lo pongan delante de mí como una obra impensada que despierta mis sentidos. 

 Lo cierto es que aquella tarde, arrullado por los rumores de mar, en el segundo mágico de un silencio de olas, lo soñé a Gabriel, con una boina roja, largos cabellos blancos, silbando Hey you en ritmo de tango y pintando, siempre pintando.

 

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