Ahora que los contagios por Covid-19 alcanzaron su cifra más baja en dos años, ciertamente es tedioso seguir recordando que se convive con una pandemia. Sin embargo, después de lo que hizo Jungle en la noche del martes, vale la pena hacerlo sencillamente para decir que valió la pena aguantar y sobrevivir. Mientras la guerra al otro lado del Atlántico desempolvó el temor nuclear, el grupo inglés detonó en el estadio Obras una bomba bailable. Y esta vez nadie se pudo salvar. Por suerte. A tal punto que, luego de que concluyera esa apología al groove devenida en celebración al hedonismo sin culpas, las víctimas de este bacanal sonoro (tal cual Síndrome de Estocolmo) salieron de este templo recitalero fascinados con sus raptores. Al proyecto comandado por Josh Lloyd-Watson y Tom McFarland sólo le bastó hora y media para hilvanar el mejor atraco foráneo en suelo porteño en lo que va de año (mientras se espera lo que tiene para ofrecer Caribou este jueves en Konex).
Tras semejante épica, es tentador hacer de este show el David que vence a Goliat, una vez consumado Lollapalooza Argentina, bien sea por euforia o por mera provocación. Pero no hay parámetro de comparación. Lo que sí hay es una recuperación del pulso de los recitales locales protagonizados por artistas internacionales. Vale la pena recordar que Jungle fue parte de la grilla del festival en 2016, a dos años de la salida de su homónimo primer disco y a uno de su debut en los escenarios locales. Esa actuación en Niceto Club fue tan deslumbrante que aún se atesora, tanto que aún hay quienes no quieren soltarse de ese momento y de ese álbum. Se trató de una carta de presentación difícil de superar, porque no existía algo así en la faz de la Tierra. Hasta ese entonces, poco se sabía sobre la usanza soulera a la británica, patentada en Manchester y rotulada "northern soul". A partir de esa lectura propia del género comenzó todo. Y Jungle se tornó en su mejor heredero en este siglo.
La banda concebida en 2013 es hoy para esa escena lo que significó Soul II Soul en el ocaso de los '80, básicamente en el afán por mantener viva la tradición desde la contemporaneidad, aunque reflexionando acerca del tiempo que les toca vivir y haciéndose cargo de esa responsabilidad. Jungle entendió que para no ser olvidado necesita algo más que música, así que desde su aparición desarrolló un concepto estético basado en una narrativa que invoca el musical. Y envuelto en multirracialidad, al mejor estilo de "United Colors of Benetton". Esa construcción de su identidad está en todos los detalles, incluso en la ubicación de sus integrantes en el escenario y en el desenlace de una performance. Pero antes que enclavarse en algún nicho o en una retórica vanguardista, los ingleses son de la idea de que lo popular no necesariamente es burdo, elemental o pirotécnico. También puede ser sofisticado. Quizá por eso es una de las bandas paridas en la década pasada que más rápido creció.
Esa actitud inclusiva y refinada el público la agradece y la acompaña. Y es que verlos en vivo es toda una experiencia. Por eso no es fortuito que agotaran todas las localidades en Obras, en lo que fue la vuelta de un recital internacional a ese recinto. Si en su última visita al país, hace tres años en Vorterix, vinieron para presentar su segundo álbum, For Ever, lo que los trajo esta vez fue su más reciente disco, Loving in Stereo. Mientras el mundo estaba en suspenso y los DJs vivían la angustia de no saber cuándo volverían a abrir los clubes, Josh Lloyd-Watson y Tom McFarland diseñaron una redención al R&B y en especial al funk desde una perspectiva pop y futurista. Toda una paradoja en esa época. Por eso “Keep Moving”, tema incluido en este material y con el que comenzó el show, funciona como manifiesto, escoltado por otro de este repertorio: el pop afromoderno “All of the Time”. En tanto, “Talk About It”, suerte de hiphouse virulento, cerró el primer repaso del disco.
Luego de que el rubio Josh Lloyd-Watson saludara al público, despacharon “The Hit”, de su primer álbum, y que da cuenta de ese juego vocal que invita a recordar a los Bee Gees. Lo mecharon con la dialéctica entre minimalismo y melodía que encierra el funk “Beat 54 (All Good Now)”, de su segundo trabajo. Con las cartas sobre la mesa, apelaron al temperamento curatorial para manejar los climas. Si con “Lifting You” cubrieron la cuota de pop soulero de Loving in Stereo, en “Julia” el grupo desenfundó el R&B pistero, y “Romeo” tuvo al rapero estadounidense Bas en la pantalla cantando en una métrica que flirteaba con Jamaica. Desde entonces, las visuales sirvieron de polaroids del instante. De eso dio fe el sol hundiéndose en ese mar de rayas que apareció en “Bonnie Hill” (lo que refleja la sensación sonora que transcurría) y luego esas mismas rayas que tomaron otra forma cuando bajaron un cambio en “Happy Man”.
“Smile” mostró el lado más tribal de la banda, “Cherry” el estrictamente R&B y “Truth” rompió con la dinámica downtempo al proponer algo más nuevaolero. “Lucky I Got What I Want” los reencontró con el ADN de su primer disco, en el que el juego vocal es su marca registrada. Haciendo honor a su título, “Fire” volvió a encender al público y Obras devino nuevamente en una inmensa pista de baile con “What D’You Know About Me” y “Time”. Ahí los de Londres salieron de escena, pero por un ratito. El suficiente para contar que el grupo es un cultor del sonido orgánico, sea cual fuese la dirección que tome su canción, aunque eso sería impensado sin el bandón que los acompaña (especialmente su base rítmica). Al regresar, lo hicieron con dos himnos de la música dance actual: “Casio” (en su cierre probaron con un pasaje del siempre efectivo “Staying Alive”) y el tema con el que comenzaron a escribir su leyenda: “Busy Earnin’”. Bienvenido, otoño.