Un síntoma, una repetición que insiste una y otra vez pidiendo lo mismo. Un clima, un aura precede a la semana de la memoria. Así como para los católicos las Navidades tienen su Adviento y las Pascuas su Cuaresma, y para los judíos el Aseret Yemei Teshuvá iniciado en Rosh Ashaná preanuncia el Yom Kipur, del mismo modo puedo reconocer un tiempo preparatorio que nos trabaja el ánimo y los cuerpos al 24 de marzo, cada año.
En mi caso, ese tiempo coincide con una sensibilidad exacerbada para percibir la ausencia de los cuerpos. Los cuerpos ausentes en el diván y atendidos por vías remotas por causa de la pandemia, por ejemplo, en los días previos a la semana de la memoria se me superponen ilusoriamente con aquellos otros. Los “desaparecidos”, tal el nombre descriptivo que la realidad impuso a la ausencia devenida signo.
Signo de dolor y del abuso de poder que un estado de excepción perpetra. Sí, en presente: por eso los delitos de lesa humanidad no prescriben, porque una vez perpetrados siguen produciendo el daño de modo permanente.
Además de la ley escrita, lo que puede poner coto no al perjuicio sino a las consecuencias simbólicas --es decir: al hecho de que el ultraje consumado sea prescriptivo de lo que vendrá-- es la instauración y la observancia cuasi-religiosa de un rito social con su tiempo preparatorio correspondiente.
Por eso la semana de la memoria tiene una función sagrada --secular pero sagrada-- en el sentido de separar: ella aparta un tiempo vacío del resto de los días, para dejar que en ese tiempo la ausencia nos trabaje haciendo posible la transmisión de un mensaje profundo que viene de lejos.
Cada 24 de marzo, en la Argentina, hablan muchas voces que paradójicamente no se escuchan en el sonido sino en el silencio de la reflexión, del recuerdo y del homenaje. La voz de las y los mejores, de una juventud idealista y comprometida, ella se deja oír en el lugar vacante de un calendario que a fuerza de repetición acaba por inscribirse en nuestros cuerpos sobrevivientes. Al final de cuentas, no es tan raro: los que quedamos portamos la marca de los que sostienen nuestra presencia con su ausencia.
Eran semillas
Desaparición forzada quiere decir que por medio de la fuerza bruta hicieron desaparecer los cuerpos creyendo que de ese modo extinguirían las ideas. Sin embargo, no sabían que ellas y ellos eran semillas. Por eso siempre retornan: ellas y ellos están presentes en la marca que dejaron en nosotros. Como un deber ciudadano, con emoción, evocamos cada año la semana del 24 de marzo.
Nadie vive sino en una presencia que surgeen el espacio que la ausencia cava en lo real. He pensado mucho en este tema a propósito de la hiperconectividad y la virtualidad en tiempos de pandemia. Pude notar que la mayor o menor cercanía, el compromiso, en definitiva, la presencia puede darse en un dispositivo “presencial”, cuerpo a cuerpo, o bien, como supongo que hemos practicado la gran mayoría últimamente, a través de vías remotas.
Las vías remotas no solo son ondas que atraviesan paredes, océanos y continentes y tienen gadgets terminales en cada extremo de la conexión. Mejor dicho: sí, son esas, cuando lo remoto está situado en la dimensión espacial. Pero cuando la distancia no es geográfica sino temporal, la presencia por vías remotas no precisa de dispositivos electrónicos para hacerse notar. Sí necesita --requisito necesario para toda presencia-- el resguardo de un vacío en lo real que aloje en él la ausencia. Allí, en ese hueco, pueden gritar incluso muy fuerte las voces que quisieron sofocar más de cuatro décadas atrás.
Entiendo que los dispositivos de conexión remota a través de redes cibernéticas ponen en tela de juicio no tanto la noción de virtualidad como la de presencialidad. Ellos demuestran que se puede estar cerca sin estar cuerpo a cuerpo y por eso mismo evocan la idea opuesta complementaria, para nada rara, del hecho de estar en la presencialidad con otros --incluso en situaciones muy íntimas, hasta en la cama- pero sin estar. En otras palabras, la presencialidad en el banquillo plantea la siguiente pregunta: ¿qué es estar cuerpo a cuerpo?
El diván y los cuerpos
Sentado en el sillón, mientras miro el diván desierto, escucho a un analizante con mis auriculares enchufados al teléfono móvil.
El tic tac de la luz de giro me avisa que mientras habla conduce un automóvil. No es la primera vez que me encuentro en esta situación desde el inicio de la pandemia. Le pregunto si le parece conveniente tomar la sesión en esas condiciones, dice que sí.
En este punto, podría recordar aquellas intervenciones sobre el encuadre: un Freud enojado golpeando la mesa porque su paciente deja la puerta abierta del consultorio y ello constituye un acto injuriante en el contexto de esa consulta; un Lacan quitándole el Davidoff torcido de las manos a un analizante que lo remeda, mientras lo aplasta en el cenicero diciendo: “ahora va a estar más cómodo”. Ni hablar de los fanáticos del setting cronometrado y la escenografía constante.
Podría pensar también en lo que el capitalismo intensivo perfeccionado bajo la forma de un “capitalismo de redes” produce en nuestros cuerpos y en nuestros lazos sociales: semejamos aquellos cuerpos embrionarios que solo importan como insumos energéticos para que la matrix funcione, tal como nos lo muestra la saga cinematográfica homónima.
Sin embargo, en lugar de reflexionar sobre la flexibilización pandémica del encuadre o los efectos del capitalismo de redes, hoy, 24 de marzo, me convoca otra imagen, incluso me provoca: el diván vacío. Esta postal repetida de pandemia --diván vacío y oídos enchufados a dispositivos electrónicos-- me taladra con la siguiente pregunta: ¿qué pasó con los cuerpos?
Ese interrogante hoy, 24 de marzo, me conmueve profundamente. No puedo evitar pensar en analizantes, analistas, docentes, médicas/os, filósofas/os, periodistas, trabajadoras/es de todos los rubros, estudiantes, compañeras y compañeros que no pudieron asistir más a sesión.
No me refiero solo a sesión de análisis, sino a lo que implica sesionar en la vida: reunirse con la familia, abrazar a la pareja, hacer el amor, asistir a clases, cenar con amigas/os; esas sesiones cotidianas de las que faltan aquellas y aquellos cuyos cuerpos fueron desaparecidos por la última dictadura cívico-militar.
Por eso, el tic tac de la luz de giro de ese coche funciona como encuentro dislocado entre un tiempo que empuja y tironea desde afuera --transcurre y dice que somos mortales-- y una temporalidad subjetiva coagulada que dice lo siguiente: por más que el tiempo pase y todas/os nosotras/os, testigos y supérstites, muramos en el mientras tanto, ellas/os siguen vivas/os en la ausencia. Ella hace sentir cada vez más fuerte una presencia tan fundamental como insoslayable.
Martín Alomo es psicoanalista. Doctor en Psicología. Magíster en Psicoanálisis. Ha publicado Vivir mejor. Un desafío cotidiano (Paidós 2021); La función social de la esquizofrenia. Una perspectiva psicoanalítica (Eudeba 2020); Clínica de la elección en psicoanálisis. Vol. I y II (Letra Viva 2013), entre otros.